Una escritora reflexiona desde diferentes ensayos en torno a lo que la hace sentir completa, y también sobre la infelicidad de lo que llamó (refiriéndose a sí misma y citando al escritor George Gissing) una “mujer singular”. Vivian Gornick no se sentía, por supuesto, única y aislada de las demás mujeres, pero sí diferente a muchas que habían optado por no pelear contra el mundo y se ceñían a un arquetipo de género ya hecho.
Cuando la nacida en el Bronx tenía 35 años, el feminismo de los 70 estaba en su auge en las grandes ciudades estadunidenses. Gornick era periodista y también una escritora diletante, es decir, una que tenía dificultades para plasmar sus primeros trabajos. Acudió a cubrir un evento feminista, por pedido de su jefe, para un reportaje. A la semana se había convertido en una activista comprometida. Aprendió que la idea de que las mujeres toman menos en serio su trabajo intelectual que los hombres es una noción que sirve a la sociedad imperante para despreciar el talento femenino. Aprendió que llevaba más tiempo del que ella sabía “pensando” en su vida y en su posible “trascendencia”, aunque esa palabra le resultara demasiado imponente como para pronunciarla sin ironía: “Yo siempre había sabido que la vida no era apetencia y consecución. A mi manera, la de chica buena, concienzuda y enfadada, perseguía el sentido. Era importante hacer un trabajo que importara (o sea, un trabajo mental o espiritual) y querer a un hombre que fuera el compañero adecuado. […] Leía novelas, fantaseaba con una vida importante, pensaba en chicos. Daba igual que me pasara la vida moralizando sobre la seriedad: estaba visto que podía perseguir al hombre, pero no el trabajo”.1
Éstos son los dos ámbitos que la obsesionan una y otra vez a lo largo de sus ensayos: el amor y el trabajo intelectual. Acepta que “el amor romántico estaba inyectado como un tinte en el sistema nervioso de mis emociones”.2
Pensar (ordenar el pensamiento, discernir, integrar las emociones de los personajes de la vida cotidiana, desenmarañar las costumbres sociales) es la labor que sólo comienza a elaborar entrada en la treintena. Antes de escribir la primera oración hay que pensar suficiente para que lo plasmado contenga lucidez e inteligencia. Es por eso que su oficio requiere de materiales diversos (lecturas, películas, conversaciones, caminatas, recuerdos) y de un flujo escurridizo entre el Mundo de Afuera y el Mundo Interior.
SON UNOS POCOS LOS GRANDES escritores que nos revelan los grandes misterios de la vida basados únicamente en su experiencia personal (de aquí que la precocidad genial sea escasa) y, en general, los autores que sólo hablan de intercambios sociales y políticos nos terminan pareciendo monocordes y acartonados. En cada gran escritor o escritora existe una combinación sutil entre la aguda observación del Mundo de Afuera y la capacidad de reflexión sobre el Mundo Interior.
La obra de vivian Gornick sólo pudo ser autobiográfica porque lo más importante que ocurría en ese momento en su entorno social era ella
La obra de Gornick sólo pudo ser autobiográfica porque lo más importante que ocurría en ese momento en su entorno social era ella, una de las mujeres singulares de su tiempo. Aquello sobre lo que importaba pensar era el toma y daca con una sociedad que admitía algunos de los nuevos escenarios de la mujer (como el trabajo, la soltería perpetua, la libertad sexual), pero que se rehusaba a dialogar con ella, al menos hasta sus últimas consecuencias, de manera frontal. Pero este esfuerzo, el autodescubrimiento necesario para convertirse en una trabajadora del intelecto, será una labor prolongada a través de varios libros y décadas. Apegos feroces es un ensayo autobiográfico de muy amplio calado. Publicado en inglés en 1987, ha encontrado muchos lectores (quizá sobre todo lectoras) en muchos países distintos. Su repercusión en Latinoamérica podría ser motivo de estudio. Aventuro que los sucesos que narra la autora (y sobre los que reflexiona) podrán ser cosa del pasado entre las familias estadunidenses blancas de principios del milenio, mientras que siguen siendo comunes en la cultura latina.
La historia es relativamente sencilla: Gornick (nacida en 1935) crece y toma consciencia de su entorno en un barrio judío neoyorquino de la posguerra. Sus padres fueron comunistas antes de la proscripción del comunismo en Estados Unidos. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial constituyen un matrimonio más de judíos de clase trabajadora. Viven en un edificio lleno de mujeres “astutas, irascibles e iletradas” que se apoyan, se pelean a gritos, se reconcilian, crían niños juntas, cocinan, lloran a moco tendido, enloquecen, se juzgan y se reconfortan. “Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo —la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza— me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado 30 años en entender cuánto entendí de ellas”.3 Pero no hay una buena historia sin tragedia. La de la autora no es la muerte de su padre (cuando ella tenía nueve años), sino la exacerbación de la viudez de su madre y la prolongada rencilla que genera entre madre e hija.
LA REFLEXIÓN QUE ENTREVERA Gornick (lo que hace de este libro un ensayo y no una novela autobiográfica) es la ira y el amor que la atraviesan cuando trata con su madre. A simple vista se podría pensar que no le perdona hacer de sus vidas un infierno por negarse a vivir una viudez tímida —el día del funeral, la madre se intenta aventar a la fosa y luego llora hasta el desmayo orgánico durante días enteros.
Llora noche tras noche durante varios años en la sala de su casa, a la vista de los hijos, a los que, de forma indirecta, hace sentir insuficientes. Pero hay una complejidad más profunda y desgarradora en la ira de la hija. La madre fue, sin saberlo (dice con delicadeza), la maestra de la escritora en ciernes. Una peculiar maestra: no la instruye en literatura, sino en un fisgoneo particular. Encerrada en la cocina, la madre sabe lo que ocurre en el callejón al que da la ventana con sólo escuchar a los vecinos: la forma que adquiere cada día el tono de sus voces le indica si han peleado entre esposos, si un niño está enfermo, o incluso si ha ocurrido una calamidad. Escribe Gornick sobre el mundo interior de su madre: “Disfruta pensando, aunque no lo sabe. Nunca lo ha sabido”.4 A la niña le crecen antenas cuando advierte que su madre las tiene.
Sólo hasta que es una mujer adulta (y cuando se da cuenta de todo lo que lleva de su madre adonde va) se descubre con sentimientos intrincados entre los que se encuentra el odio, pero también la indignación y la lástima. Lo que realmente irrita a la periodista, a la autora en formación, a la feminista, a la ensayista reconocida, a la catedrática, a la escritora madura… es que su madre se haya sepultado en vida por lo que le parece una interpretación demasiado esmerada de la mujer en perpetua agonía a causa de su viudez.
Gornick dice que quizá su madre no quiso tanto a su padre sino hasta que él murió (“el amor que le profesaba a mi padre tenía, en efecto, propiedades milagrosas: no sólo compensaba el vacío y la ansiedad que sentía mi madre, sino que era la causa de ambos”) .5 Y a través de esa suerte de intoxicación mórbida la madre se ha convertido en un personaje “elevado”. El sacrificio es, por supuesto, el del goce, el presente, las relaciones con los que siguen vivos: la vida entera. Definitivamente su madre es no sólo una enemiga dramática, sino la antípoda existencial. Con todo, la autora intuye que su madre podría ser diferente, o haber sido diferente, ¿singular?
Pero, ¿cómo se convence a la propia madre de que está equivocada?
Suelen ser ellas las que aleccionan y reconvienen a los hijos, y la de la autora no es la excepción; tilda en todos los pleitos de “sabelotodo”, con sarcasmo, a la hija que, escarnecida (y a veces ridiculizada en plena calle), no se aleja nunca, ni moral, ni emocional, ni intelectualmente. Releyendo el libro, lo que más me sorprendió es que Gornick no se dio por vencida en décadas sobre “su problema” con la madre. No hubo desdén intelectual de su parte, algo que se podía esperar en una persona que “conquista algo” y a quien el pasado podría importarle poco.
La mujer que ha rebasado los cuarenta sigue alegando con su madre a
lo largo de parques, calles, restaurantes y centros comerciales, intentando cada vez despertar en la anciana la curiosidad que le conoció en la infancia y que le otorgó a ella (la hija) la capacidad para nunca aburrirse del mundo. Esto es lo verdaderamente conmovedor e insólito de su historia y de la reflexión en torno a ella: la lealtad de la escritora por la mujer que, sin quererlo y sin saberlo, le ofreció las herramientas que distinguen a una observadora social aguda de una persona común y corriente. El homenaje de este personaje que se niega a perder del todo a su maestra es discutir con ella constantemente, esperando que una de sus reyertas verbales la arrebate de la exaltación mórbida que la consume.
EN OTRO APARTADO se encuentran los libros donde Vivian Gornick dialoga con los autores que han marcado su reflexión y su creación. De estos libros dos han sido traducidos al español: Cuentas pendientes (2022) y El fin de la novela de amor (2023). The Men in My Life (acerca de clásicos varones imprescindibles) y The Situation and the Story (sobre la literatura autobiográfica) siguen siendo textos que sólo se pueden leer en inglés. En todos ellos, el estilo es distinto a sus ensayos autobiográficos; también es variopinto. Algunos tienen un corte casi académico mientras otros se permiten un contrapunto personal conforme indagan en lo literario.
Su lectura de Colette en Cuentas pendientes es agudísima: las mujeres que la francesa recrea ya superaron la censura emocional que Anna Karenina y Madame Bovary vivieron. Siguen siendo bichos raros, pero la sociedad ya ha hecho un trato con ellas: pueden ser profesionales, incluso artistas (sobre todo si son bellas o seductoras) y hacer lo que quieran con sus vidas siempre y cuando ganen dinero y, por ende, nadie tenga que echárselas a las espaldas. Pero sucede que en esta metamorfosis la mujer encuentra otro tipo de angustia: “[a Colette] la atormentaba la cuestión de si debe ser una mujer trabajadora e independiente o sacrificada en el altar del amor. En esa voz vimos una soledad glamurosa, la misma que en nuestras fantasías considerábamos emblemática de la mujer contemporánea que era capaz de librarse de la desesperación de un matrimonio infeliz, pero que luego descubre que con ese liberarse de las convenciones surge también la posibilidad de otro tipo de desesperación, la que en manos de Colette se vuelve intensamente romántica”.6
SON SÓLO CIRCUNSTANCIAS geopolíticas las que hacen que las reflexiones de Gornick en torno a la mujer estadunidense de mediados de siglo XX no me parezcan extraterrestres. Mi abuela nació en un rancho, en un lugar de Guerrero. Ahí, recuerda bien mi madre, “por la noche se escuchaba a los lobos aullando y en el patio de mi abuela había grandes rosales de rosas de Castilla sobre una valla de madera; nunca he vuelto a oler un perfume parecido. Cuando el río crecía daba miedo escucharlo”. Mi madre, migrante chilanga en primer grado, todavía recuerda que muchas de sus compañeras de la preparatoria se casaron (¡a finales de los setenta!) “porque no había otra forma de dejar de ser hijas”. Las épocas se demoran respecto al centro del mundo según la latitud y la longitud donde una nace, como si ocurrieran a años luz de distancia y no en el marco del calendario gregoriano. Es de esta manera que alguien como yo puede
encontrar en Gornick una mirada oblicua sobre mi propio mundo y sociedad.
He visto mujeres inteligentes ser bobas bajo la luz del amor, o como lo describe ella: “la obsesión erótica a la que, por supuesto, todas llamábamos Amor”.7 Idealmente, la mujer nueva, o singular o feminista, sólo debería relacionarse con seres que la hicieran más libre. Pero el pensamiento es aéreo y las emociones son húmedas y las costumbres, rocosas. Entre sus lecturas, Gornick reflexiona acerca de sus amantes: “Era como si al conocerlo me hubiera hecho consciente de un conjunto primitivo de anhelos que no podía ni identificar ni esperar satisfacer por mi cuenta”.8 El hombre al que ama es un atleta de la mentira y el cinismo, que una noche le confiesa que “su problema” es que no siente nada: “Llevo años estudiando a las personas para ver cómo reaccionan en distintas situaciones… y me he entrenado para imitarlas”.9 A la feminista que tiene el valor y la honestidad de hablarnos de este vínculo, le parece importante escribir no sólo del vínculo sino de la contradicción que encarna con la mujer singular que ella es.
Esta misma persona a veces ha sido una antropóloga disfrazada de mesera. En “Los Catskills en el recuerdo” es donde la autora está más cerca del relato que del ensayo. Con 21 años se gana unos pocos dólares atendiendo mesas en un complejo turístico. Pronto aprende que en el mundo hay pocas cosas más gratuitas, pero también más permanentes en la memoria, que las venganzas aleatorias cometidas por algún tipo de rencor social. En su caso le toca soportar el resentimiento de una señora en contra de su marido. Se desquita con la minúscula mesera que no le ha servido el segundo plato, chow mein para ser precisos: descarga la ira de una vida cara pero vacía. La clienta le pide al capitán de meseros la cabeza de Vivian: “Aunque yo estaba asustada, vi que él también tenía miedo; miedo de la rubia que estaba sentada en su silla como una reina con el poder de la vida y la muerte, observando a un ministro que ejecutaba sus terribles deseos".10 A mí me resulta un texto trascendente entre otros más académicos porque, sin este contacto frontal y democrático con la vida inclemente, la escritora habría perdido, aunque ganara la académica.
Y, aunque fue catedrática en universidades, Gornick escribe un texto triste y hondo sobre el resentimiento de los académicos de carrera hacia la creación artística (y hacia la vida en sí) en los campus universitarios, titulado “En la universidad: pequeños crímenes contra el alma”.11 En este ensayo reina algo así como el terror intelectual o, mejor dicho, el terror social disfrazado de desdén intelectual, esa última arma de los académicos. A lo largo del texto todos los personajes parecen competir en unas olimpiadas del cinismo: “Nunca había oído a nadie hablar con un desdén tan temerario y apasionado sobre las circunstancias en las que vivían sus vidas. La estructura oracional del desprecio se
volvía más ingeniosa cuanto más se vilipendiaban los escritores a sí mismos y a los demás por pasarse la vida enseñando lo inenseñable”.12
MI LIBRO PREFERIDO de Gornick sigue siendo La mujer singular y la ciudad. Cuando leí por primera vez a la autora neoyorquina ya había escrito yo un poema / oda / crónica a la Ciudad de México, o por la Ciudad de México, o con la Ciudad de México. Me resultó sencillo entender la comunión de Vivian Gornick con su urbe, aunque no pude “compartirla”: a mí, como turista sola, latina (con un abrigo con estampado de tigre; creo que en esto se fundó mi desencuentro con Nueva York), caminar por esas calles (la única vez que fui), me pareció muy bello para la vista y muy cansado en mis encuentros con los otros; yo no me pude “mirar de frente” con casi nadie. La única interlocución durante las caminatas que me sacaron ampollas en los pies fue con un indigente (un white trash), que quién sabe con qué cara me vio al cruzar la calle, porque me ofreció un chocolate de la caja que tenía entre sus pertenencias. Pero es que las ciudades realmente no pertenecen a quien decide abordarlas.
Hay una suerte de capricho entre la época y los flâneurs específicos que hacen que sea posible (o no) la comunión entre escritor (escritora) y ciudad. La Nueva York que se hacía feminista y la Vivian Gornick que se hacía escritora pudieron dialogar, pues la metamorfosis que vivían ambas era semejante.
Es que las ciudades no pertenecen a quien decide abordarlas.[...] La Nueva York que se hacía feminista y la Vivian Gornick que se hacía escritora pudieron dialogar, pues la metamorfosis que vivían ambas era semejante
Es en este libro donde Gornick resuelve algo de la fragorosa lucha por el trabajo intelectual y el amor. Tanto si es con su mejor amigo (“la franqueza con la que admitimos nuestras incapacidades emocionales —el miedo, la ira, la humillación— es lo que nos lleva a crear vínculos de amistad hoy día”), 13 con su madre, con indigentes, con personas con jeta en filas para pagar el pan, con negros, con blancos y con judíos, la flâneur platica, la escritora conversa, la mujer singular dialoga y encuentra en ello un placer único: “Mis amigos también tienen que agitar el caleidoscopio de la experiencia cotidiana para llegar al punto en que la composición de las piezas ayude a mediar entre el dolor de la intimidad, la energía del espacio público y la exquisita intervención de los extraños”. Por eso miramos, los animales de ciudad, hacia donde parece que algo se pudre o alguien grita o una flor extraña crece entre los roces de las disputas. La voluntad es romántica, pero el encuentro resulta posmoderno: “Durante muchos años caminé más de nueve kilómetros al día. […] A veces pensaba en el pasado —idealizaba recuerdos amorosos o elogios—, pero sobre todo soñaba con el futuro: con ese mañana en el que escribiría un libro perdurable, conocería a mi compañero de vida, me convertiría en la mujer de carácter que todavía no era. ¡Ah, ese mañana! Cómo me ayudaron esos dinámicos proyectos de futuro a pasar días de desmesurada pasividad”. 14
Ya se sabe: las costumbres son rocosas (si uno se descuida, sepultan), las emociones son cálidas y húmedas (si una se deja seducir, ahogan), pero los pensamientos (a los que pertenece la conversación verdadera), son capaces de transmutar las costumbres y emociones en un mundo textual de frágil pero de gran (y veraz) belleza.
Notas
1 Vivian Gornick, “Lo que significa para mí el feminismo” en Mirarse de frente, Sexto Piso, Ciudad de México, 2019.
2 ______, idem.
3 Vivian Gornick, Apegos feroces, Sexto Piso, Ciudad de México, 2017.
4 ______, idem.
5 Ibidem.
6 Vivian Gornick, “Cuatro” en Cuentas pendientes, Sexto Piso, Ciudad de México, 2020.
7 ______, idem.
8 Ibidem.
9 Ibidem.
10 Vivian Gornick, “Los Catskills en el recuerdo” en Mirarse de frente, Sexto Piso, Ciudad de México, 2019.
11 ______, idem.
12 Ibidem.
13 Vivian Gornick, La mujer singular y la ciudad, Sexto Piso, Ciudad de México, 2018.
14 ______, idem.