Serafín sale de su pueblo (Agüichapan) en busca del padre que los abandonó. Se fue a la Ciudad de México en busca de trabajo y con él se llevó a una nueva pareja. Dejó a su antigua mujer e hijos y la madre de Serafín asumió de manera resignada la pérdida: “Ni modo”. Lo que queda es rezar y llorar. Esa resignación presente a lo largo de este cuento largo (o novela corta) irradia un patetismo vital que va de la mano de la entereza del personaje central y transmite algo parecido a la inanidad.
El silencio o la parquedad de los diálogos construyen un ambiente hermético, como si las palabras sobraran o fueran apenas frágiles muletas para mantenerse en pie. Todo transcurre de “manera natural”, sin sorpresas, como si la rutina y la tragedia carecieran de salidas. El ambiente es opresivo por ello, y el personaje lo vive como si fuera el único posible.
EN SU VIAJE hacia la ciudad, en camión, Serafín encuentra como compañero de asiento a un “viejo giboso”. Su primer contacto con el mundo desconocido que lo espera. El diálogo entre ambos es áspero, breve, rotundo, y finaliza con una especie de maldición: “entonces... muérete”. Es el primer eslabón de una cadena que le permitirá, desde la soledad radical, conocer a algunos otros que son —a querer o no— una muestra del difícil e indescifrable género humano.
La Ciudad de México es un espejis-mo inasible: puede ser la tierra que promete trabajo (a diferencia del pueblo) o el infierno de la indiferencia y el vagar sin rumbo. Serafín no sabe ni puede saber lo que le espera, sus referencias son brumosas, inciertas, pero tiene fe en encontrar a su padre. Es una fe tozuda, inquebrantable.
Serafín despierta luego de que el camión choca con un auto y hay personas heridas. Quedan varados en la carretera. Esperan a las ambulancias. No hay drama a pesar de los lesionados, sólo desolación. Un accidente cualquiera, rutinario, gris, pero a la pequeña Virgen de yeso que la madre de Serafín siempre tuvo junto a su cama, la encontró partida en dos. Una desgracia personal que a nadie conmueve. El tiempo parece detenido o fluye con una lentitud tal que alimenta la sensación de asfixia que construye el relato.
La llegada a la gran ciudad le produce asombro, aturdimiento. La imaginación es incapaz de aproximarse siquiera a lo que en verdad es una megalópolis desconocida. Serafín quiere comunicarse con su padre cuanto antes, desea tomar el teléfono y hablarle, pero el viejo lo lleva a su casa. Se trata de una “vecindad angosta y oscura”. Y uno, medio acostumbrado a las tragedias esperpénticas, espera lo peor. Un niño perdido, un ambiente ominoso, un viejo cabrón... el desenlace tiene que ser sórdido. Y no, Serafín recuerda a su abuela, su agonía, la intervención del cura, luego la del brujo, y su muerte. Son remembranzas mezcladas, fantasmales, de un universo plagado de artificios incomprensibles pero asumidos, un mundo mágico que otorga sentido a los acontecimientos pero que renuncia a explicarlos. Las cosas pasan porque pasan.
Son remembranzas mezcladas, fantasmales, de un universo plagado de artificios incomprensibles pero asumidos... Las cosas pasan porque pasan
SERAFÍN ABANDONA la casa del viejo; por fin sale a las calles de la ciudad. Su esperanza “iba y regresaba, como una marea interior”. Está solo en un enorme laberinto. Me recuerda a aquel niño indígena al que deja abandonado su padre y acaba siendo cicerone del ciego malvado en Los olvidados, de Buñuel. Se to-pa con un policía racista, que lo trata de manera despectiva y al cual le vale madres el destino del infante. La indiferencia parece ser el común denominador en la urbe. Pide auxilio para marcar el número telefónico de su padre, pero “algunos lo rechazaban con coraje, otros ni siquiera contestaban y algunos sonreían y hasta le regalaban alguna moneda”. El mundo citadino resulta distante, confuso, insolidario.
No seguiré con la secuencia del relato porque a muchos les repugna que otro les cuente la historia (como si ello pudiera sustituir el calado y la textura de la narración literaria). Pero entre el vagar de Serafín, la ciudad convertida en una maraña de espacios y presencias inescrutables y los ensueños del personaje, Ignacio Solares teje una historia cargada de incertidumbre y momentos de piedad que transcurre en un espacio urbano frío, inercial, donde en contadas ocasiones emerge el resorte de la protección hacia el más débil. La búsqueda del padre devela una atmósfera densa, oprobiosa.
El viaje de Serafín es al mismo tiempo la apuesta por la esperanza, el despliegue de una férrea voluntad, el duro contraste entre las ilusiones y la realidad, pero sobre todo una epopeya que no lo es, una historia imaginada, cotidiana, que sucede en eso que con descuido llamamos los márgenes de la sociedad. Unos márgenes habitados por millones de personas, con escasa visibilidad pública, que conforman ese país que sólo en teoría es de todos.
EL TEMA no es ni quiere ser novedoso. Pero el tratamiento, entre un thriller sin crimen y una pátina de Rulfo, le otorga al relato una intensidad emocional enigmática. Un relato realista cercado por una nube de recuerdos, fantasías y quimeras que lo vuelven paradójicamente vaporoso y contundente.
Es (creo) un cuento sobre la derrota, sobre una experiencia intensa y angustiante, sin opciones, sorda, opaca, triste. Es una fábula sobre la noche, la soledad, el cansancio vital. Y el lector desembocará en un final ambiguo como la vida misma.
Ignacio Solares, Serafín, Ediciones Era, México, nueva versión, 2021.