El 15 de enero de 1914 nació en Middelburg, capital de la provincia de Zelanda, en los Países Bajos, Ester (Etty) Hillesum. Escribió un Diario entre 1941 y 1943 en Ámsterdam y una serie de cartas en el campo de tránsito de Westerbork, donde pasó más de un año, esperando su “deportación hacia el este”. El 30 de noviembre de 1943 fue “gaseada” en Auschwitz. Sus padres y hermano también fueron asesinados en ese campo. En 1980, “el escritor, editor y crítico holandés Jan Geurt Gaarlandt” tuvo acce-so a sus escritos. Los publicó y se descubrió un testimonio reflexivo y vibrante.
Gertrud Kolmar nació en Berlín el 10 de diciembre de 1894 y también fue asesinada en Auschwitz en 1943. Prima hermana de Walter Benjamin, era parte de una familia judía alemana “laica y asimilada”. Había publicado tres libros de poesía en alemán, una novela (Susanna) y estudió para ser profesora de idiomas. Un cuarto libro póstumo fue publicado en 1947, cuatro años después de su muerte. Su padre, a los 82 años, moriría un poco antes que ella en el gueto de Terezín.
Irène Némirovsky nació el 24 de febrero de 1903 en Kiev, Ucrania. Murió el 17 de agosto de 1942; 62 años después de su muerte se descubrió el manuscrito del libro Suite francesa, que la volvió a colocar como una autora muy leída. Había sido una novelista importante en la década de los treinta en Francia y después de la guerra su obra pareció desvanecerse en la bruma. Hija de un banquero judío ruso, su familia emigró a Francia en 1918; su prosa fue escrita en francés.
Los diarios son un refugio, una construcción civilizatoria frente a la barbarie. Una forma de no perder la cabeza
LAS BIOGRAFÍAS Y OBRAS de esas tres autoras son el tema que desarrolla Mercedes Monmany en Ya sabes que volveré, un mural abigarrado, complejo, que navega por rumbos distintos, de una época marcada por la persecución y el crimen como industria del Estado. Un clima opresivo que segó la vida de millones, pero que cuando se contemplan los árboles (las vidas en singular) y no el bosque (los grandes números) adquiere un dramatismo especial, desgarrador.
El libro permite y demanda distintas lecturas. Sólo escribo algunas notas sobre temas que me resultan especialmente sugestivos o pavorosos.
Monmany informa de una gran cantidad de diarios escritos en aquellos años oscuros. No sólo el muy leído de Ana Frank. Hélène Berr, Hanna Lévy-Hass, Mihail Sebastian, Victor Klemperer, Eva Heyman, Petr Ginz, Ana Novac, Jiří Orten, Ruth Maier, Adam Czerniaków y otros, de distintas nacionalidades y edades, con trayectorias diversas, dejaron diarios que iluminan la forma en que vivieron aquel tiempo. En todos ellos hay un resorte que activa la necesidad de dejar testimonio, una huella de lo padecido, de los terrores y las esperanzas que los acompañaron. Una confianza en que la escritura puede trascender la ciénaga que está a punto de consumirlos. Los diarios son un arma contra el olvido, la eventual negación de los acontecimientos y la indiferencia. Palpita en ellos un intento por comprender, encontrar un sentido —si es que lo tiene— en lo incomprensible, una “sed de saber” y un “deber de ver y comprender”.
Al leer a Monmany creo encontrar otra vertiente: los diarios son un refugio, un mundo aparte, una construcción civilizatoria frente a la barbarie. Una forma de no “perder la cabeza”, de atarse a una racionalidad propia que no puede ni debe ser alterada por la catástrofe que sacude las vidas, una manera de soportar. Una existencia auténtica, propia, enclaustrada, sí, pero superior a la que deriva del medio ambiente. Una isla en medio de la debacle, un abrigo para no enloquecer. Una forma de resistencia que, en su momento, seguramente le pareció anodina a la gran mayoría. En el extremo, quizá fue una fórmula para no esperar la muerte en forma pasiva. “Estas jóvenes escritoras incipientes —escribe Monmany— lograban mantenerse lúcidas, conscientes, humanas, para diferenciarse de las ‘bestias’ que las acosaban, las deportaban y las asesinaban a diario”.
¿SE PUEDE TRANSMITIR esa experiencia? Hay quien afirmó que no. Se trata de situaciones “incomunicables”, “indecibles”, “inconcebibles”, por los extremos a los que llegaron. A las escritoras judías no se les perseguía por alguna falta cometida, por sostener ideas contrarias al régimen, por conspirar contra el poder, sino por vivir. No obstante, los testimonios no resultaron vanos. Todo lo contrario. Ayudan a “restituir la verdad de lo sucedido”, combaten la incredulidad e ilustran y alertan, como afirmaba Primo Levy, que “si un día sucedió, puede volver a suceder”. Porque lo escrito acaba siendo el mejor antídoto contra la muerte, el olvido, el anonimato y la indiferencia. Los cuerpos fueron convertidos en humo, pero la memoria pervive.
El caso de Irène Némirovsky resulta elocuente. De rusa y judía tenía muy poco. Desde 1919 se encontraba en Francia y asumió ese país como su casa, su refugio. En su momento, durante los años treinta, sus obras fueron acusadas de tener incluso un tufo antisemita. Fue, incluso, “valorada en los círculos más xenófobos, ultranacionalistas”, sobre todo por su novela David Golder. No obstante, para los nazis y los colaboracionistas franceses no dejaba de ser una judía más. La invasión alemana al que consideraba su país la obligó a huir junto con su marido, en 1941, a Issy-l’Évêque, en la región de Borgoña, donde ya se encontraban sus dos hijas. Al parecer se negaban a exilarse, hasta que el brazo criminal los alcanzó, primero a ella y luego a su esposo (Michel Epstein). En un intento desesperado, como apunta Monmany, cuando Némirovsky ya estaba en manos de los nazis, Epstein envió al embajador de Alemania en Francia una carta intentando salvar a su mujer. Cierto, es un alegato desesperado, pero con una buena dosis de abyección. Escribe:
Mi mujer es una novelista muy conocida... En ninguno de [sus libros] encontrará usted una sola palabra contra Alemania y, si bien mi mujer es judía, habla en ellos de los judíos sin el menor afecto... Nosotros somos católicos, lo mismo que nuestras hijas... El periódico en el que colaboraba mi mujer como novelista, Gringoire, cuyo director es H. de Carbuccia, nunca se ha mostrado favorable ni a los judíos ni a los comunistas... Me parece injusto e ilógico que los alemanes envíen a prisión a una mujer que, si bien es de origen judío, no siente —todos sus libros lo prueban— ninguna simpatía ni por el judaísmo ni por el régimen bolchevique.
Los otros definían quiénes debían ser exterminados...
No era por su ideología o por algún delito; merecían ser aniquilados por el hecho de existir
El esfuerzo resultó vano. Primero Irène y luego Epstein morirían en Auschwitz. Eran los “otros” los que definían quiénes debían ser exterminados. Lo dicho: no era por su ideología, por su posición política o por algún delito real o ficticio; “merecían” ser aniquilados por el hecho de existir. ¿Y quiénes definían qué eran? Los nazis.1 Eran, según éstos, una masa indiferenciada de seres prescindibles, que había que arrasar como si se tratara de una infección. No había, en esa concepción, siquiera espacio para distinguir individuos.
Como si no existiera eso que algunos llaman, con razón, la unidad del género humano y sólo hubiera particularidades señaladas por la “raza”, la religión, la nacionalidad u otros importantes marcadores; unos seres humanos llegaron a la conclusión de que otros no tenían derecho a habitar la Tierra. Sus supuestas diferencias irreductibles opacaron sus similitudes y entonces actuaron “en consecuencia”.
ETTY HILLESUM, quizá por su extrema juventud, tiene una vena optimista que pareciera no apagarse nunca. Su padre, por el contrario, está convencido de que el único desenlace posible es la muerte. Escribe ella:
Hace poco, paseando con papá, me ha dicho con humor, muy tranquilo, casi de pasada: “En el fondo, querría ir a Polonia lo más pronto posible, así habré acabado de una vez y estaré muerto en tres días, no tiene mucho sentido continuar con esta existencia inhumana”.
La pretensión/augurio del padre se cumplió. Un par de meses después, él y su esposa, nos informa Mercedes Monmany, “fueron gaseados nada más llegar a Auschwitz”, el 11 de septiembre de 1942.
Esos extremos, la ilusión de que el porvenir podrá ser mejor y la certeza de que el fin se encuentra cerca, modelan, con infinidad de grises, las oscilaciones de quienes son víctimas de una maquinaria de exterminio implacable. Narra Monmany lo que quizá ilustra uno de esos extremos:
Una pequeña postal sería lanzada por Etty [Hillesum] desde el vagón que los llevaba a la muerte. Encontrada por unos campesinos sería enviada a los amigos que indicaba la dirección. En ella Etty había escrito: “Me esperaréis, ¿verdad?”.
El entusiasmo de multitudes por la aniquilación de los “otros” es difícil de pensar e incluso de imaginar. Gertrud Kolmar le escribió a su hermana, refiriéndose a Goebbels, que se trataba de un Nerón “que se hacía aplaudir en la arena del circo por un pueblo vociferante”. Quien había ideado la aterradora Noche de los Cristales Rotos (1938) sabía, apunta Monmany, que había que allanar “mental y popularmente el camino hacia la Solución Final”, lograr “la instalación del nazismo en los espíritus”, como lo escribió Karl Kraus. De la conversión de individuos en masas de aniquilación mucho se ha escrito. Pero observar el fenómeno de cerca y ser impactado por esa ola expansiva adquiere un carácter angustiante, que combina soledad, zozobra, pasmo e incredulidad. Kolmar se negó a abandonar Alemania (“los viejos árboles no se pueden trasplantar”) y la tragedia la alcanzó. Hay en su actitud (creo) mucho de estoicismo y otro tanto de impotencia resignada.
ESA TRAGEDIA DEVELA una sensible paradoja. Berlín fue en los años veinte un centro cultural innovador, vanguardista, imaginativo. En todas las áreas del quehacer artístico y cultural se vivió una atmósfera efervescente. La ciudad parecía cobijarlo todo y los intelectuales judíos formaron parte de esa energía. Era un ambiente “excitante, eléctrico y desorbitado”. Literatura, cine, teatro, cabaret, pintura y dibujo, música, experimentaban mutaciones radicales. Se respiraba un aroma de irreverencia y transgresión. Heinrich y Klaus Mann, Walter Benjamin, Joseph Roth, Erich Maria Remarque, Ernst Toller, Bertolt Brecht, Erwin Piscator, Kurt Weill, Fritz Lang, Siegfried Kracauer y Alfred Döblin son apenas algunos nombres de aquella explosión que mucho tuvo de jolgorio y de reacción ante la secuela de la Primera Guerra Mundial.
Angelika Schrobsdorff, autora del libro de memorias Tú no eres como otras madres, “mitad autobiografía familiar, mitad crónica del frenético Berlín de entreguerras”, le pregunta a una mujer que vivió aquellos años lo que sucedía ahí:
... Fueron fantásticos. El preludio de una época nueva, moderna, emancipada. ¡Una grandiosa danza de la muerte! La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble. La mitad eran judíos. Y bien: conseguimos matarlo todo: a los judíos, el arte y el intelecto.
Peter Gay lo ha diseccionado en su libro La cultura de Weimar (Paidós, España, 2011). Cierto, fue una fiesta que intentó exorcizar a la muerte y la destrucción; un momento estelar de la creación; una expansión de las posibilidades de las artes, pero también “una época de escasez de lo razonable, los pensadores racionales se vieron acosados por los irracionales”. La gris, compleja y desabrida democracia fue despreciada, porque “la República nació en la derrota, vivió en la confusión y murió en el desastre”. Resultaron más emocionantes los extremos, nazismo y comunismo, y el triunfo del primero barrió con todo.
A los 29, 39 y 49 años murieron, en Auschwitz, Etty Hillesum, Irène Némirovsky y Gertrud Kolmar. Vidas truncadas por la barbarie. Ni en sus peores pesadillas imaginaron lo que podía suceder y sin embargo sucedió.
(Es justo apuntar que llegué a Mercedes Monmany y su obra por recomendación de Roberto Diego Ortega. Gracias).
Mercedes Monmany; Ya sabes que volveré. Tres grandes escritoras en Auschwitz: Irène Némirovsky, Gertrud Kolmar y Etty Hillesum, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018.
Nota
1 Hay que señalar que, ante la tragedia, Irène Némirovsky, escribió en junio de 1941 en su cuaderno de notas: “Hago aquí la promesa de no volver a descargar mi rencor, por justificado que sea, sobre una masa de hombres, sean cuales sean su raza, religión, convicciones, prejuicios o errores”.