11-M, la conspiración (I)

11-M, la conspiración (I)
Por:
  • larazon

Beatriz Martínez de Murguía

Diez años después, el 11-M, como se denominan en España los atentados sufridos aquel jueves once de marzo de 2004, en que murieron 191 personas y resultaron heridas más de 1800, sigue siendo una herida abierta. A la incredulidad sobre la magnitud de la barbarie cometida contra gente inerme, cuya única preocupación era llegar a tiempo a su trabajo o a la escuela, le siguió el convencimiento sobre la responsabilidad de ETA y el consiguiente estupor unido a una indescifrable combinación de desconcierto y desolación.

Sólo al final del día, cuando ya había caído la noche y se hablaba de que habían estallado varias bombas en cuatro trenes de cercanías y con apenas cuatro minutos de diferencia, comenzó a extenderse la idea, la sospecha, de que, por sanguinaria y cruel que hubiese sido hasta esa fecha la trayectoria de ETA, difícilmente ésta podía haber contado con la organización y la infraestructura necesarias para cometer un atentado de esa envergadura. Asimismo, la filtración de que el material explosivo utilizado en los atentados no se correspondía con el habitualmente empleado por los etarras fue otro factor decisivo para que en el ánimo de la gente comenzara a calar lo que hasta entonces a nadie se le había ocurrido que podía suceder en España: que sus autores fueran islamistas radicales.

Todo fue confuso en esas horas siguientes a la masacre y aunque el estupor y la congoja impidiesen pensar con claridad, ya en la tarde del viernes 12 la hipótesis sobre ETA se desvanecía a pesar de la insistencia de Aznar en difundirla una y otra vez. Parecía el ofuscamiento de un gobierno que, en medio de la consternación, había perdido el norte y sólo apostaba por llegar lo más indemne posible a la cita electoral que debía desarrollarse dos días después, el 14 de marzo. Reconocer una posible autoría por parte de islamistas radicales significaba asumir las consecuencias de una participación en la guerra de Irak que la inmensa mayoría del país había desaprobado.

Si en un principio fue ofuscación, como algunos sinceramente creímos, la insistencia en responsabilizar a ETA incluso en contra de las pruebas que se iban filtrando se transformó en otra cosa, mucho más siniestra. La amargura de una derrota electoral en cuya victoria habían creído hasta el día antes de las elecciones sumió al Partido Popular, de la mano de su periódico portavoz (El Mundo, dirigido por Pedro J. Ramírez), en una campaña de años dirigida a deslegitimar la victoria, amarga pero indudablemente legítima, del PSOE. Se construyó la inverosímil teoría, basada en especulaciones absurdas, de que el 11-M había sido concebido por el partido socialista en conjunción con una parte de la cúpula policial, todavía afín al felipismo, para desbancar al Partido Popular de una victoria segura. La llamada “conspiración”, sólo diluida recientemente ante la ausencia de nuevos recursos con los que alimentarla, envenenó sin piedad a una parte de la opinión pública española. Ésa fue la verdadera conspiración, pero de ella hablaremos la semana que viene.