Adiós a las encuestas

Adiós a las encuestas
Por:
  • juan_ramon_moreno

Las encuestas surgieron de la necesidad de conocer las preferencias de la gente. En el ámbito político, sus aplicaciones han sido variadas: desde planear estrategias de campaña hasta medir la aprobación de gobernantes o políticas públicas. Sin embargo, al ser una aproximación de las preferencias reales de los individuos, a veces fallan y siempre están sujetas a detalles metodológicos que las envuelven en polémica. Se puede pensar, pues, que ya no serían tan socorridas si se encontraran nuevas herramientas que permitieran conocer de primera mano dichas preferencias. Esa es, precisamente, la oferta que hacen las tecnologías de la información (TI), cuyo proceso evolutivo parece tener una relación inversa con el uso y la vigencia de las encuestas.

Vayamos por partes. Primero hay que reconocer la diferencia entre preferencias declaradas y preferencias reveladas. Las primeras son aquellas que la gente dice tener; las segundas son las que muestran realmente llegado el momento de la verdad. Por ejemplo, un individuo puede decir que combatir el cambio climático y salvar el medio ambiente es invaluable y que, por lo tanto, toda la humanidad debería destinar la cantidad de recursos que sea necesaria para revertir el daño causado hasta ahora, pero si se le pide a ese mismo individuo que contribuya activamente, habrá una cantidad limitada de su sueldo que estará dispuesto a donar, una cantidad limitada de brigadas a las que estará dispuesto a asistir y una cantidad limitada de cambios en su modo de vida que estará dispuesto a implementar. La primera es su preferencia declarada, la segunda es su preferencia revelada. La sabiduría popular ha sabido plasmar este fenómeno: “no es lo mismo hablar de toros que tener al astado enfrente”.

El inconveniente de origen que tienen las encuestas es que recogen las preferencias declaradas de los individuos, quienes ni siquiera tienen por qué saber si la postura que creen tener es la que, llegado el momento, realmente tomarían. En cambio, pensemos en un escenario en el que es posible recabar suficiente información de un individuo, desde dónde vive y qué productos consume hasta cuáles son sus hobbies y con qué grupos simpatiza. En ese caso, se tendría registro de todas las preferencias que ésta persona ha revelado durante su vida. Luego, esa información podría usarse para predecir qué es lo que elegirá en el futuro y así ofrecerle productos hechos a su medida. Ahora pensemos que esto puede hacerse para todas las personas (al menos, todas las que cumplen con ciertas características, como tener acceso a Internet). Este escenario hipotético –y, es cierto, futurista– es uno de los sueños dorados de las tecnologías de la información.

Aterrizado al ámbito político, un candidato que conociera con tanta precisión a sus votantes, sabría qué tipo de opción tiene que ser él para ser elegido por la mayor cantidad de individuos: le sería más probable triunfar en las urnas usando información exacta que guiado por una aproximación (la encuesta). O bien, un gobernante podría saber qué tan deseada o rechazada por la opinión pública es una política desde antes de su implementación, previendo así los efectos sobre su nivel de aprobación.

Por supuesto, surgen nuevos inconvenientes. Se requieren cantidades inimaginables de información, y recabarla y almacenarla sigue siendo muy costoso. También está el dilema de hasta qué punto es ético tener tanta información de un individuo –y usarla–. Además, siempre existen inconsistencias en el comportamiento (preferencias reveladas) de los individuos. Pero es relevante pensar que, si el proceso evolutivo acelerado que hoy presentan las TI logra resolver estos obstáculos, se reducirán los costos de transacción y la incertidumbre en el ámbito político porque las estrategias de campaña y gobierno se basarán en un conocimiento del votante mucho más sólido que el que se tiene ahora.

¿Empoderamiento o manipulación? Esa es la cuestión…