Amor y odio

Amor y odio
Por:
  • Pacotest

Me robaron los espejos de mi coche, por tercera vez en seis meses… Quién me manda vivir al lado de la colonia Doctores (y de inmediato me respondo a la pregunta retórica: nadie, nadie me manda vivir ahí). Puedo ir a comprárselos más baratos a los mismos gañanes que me los robaron, pero eso sería (según observación de mi hermano) robárselos a alguien más. Este pequeño y personal círculo vicioso podría aplicarse, me parece, a toda la ciudad, envuelta en una pura supervivencia, una huida hacia adelante que no le permite arreglar sus muchos problemas de raíz, sino sólo parcharlos.

No me quejo: sólo constato. Y lo cierto es que sigo yendo al trabajo en mi coche tuerto, sigo soportando el tráfico, sigo sonriendo mientras me formo para tomar el elevador, sigo aprendiendo a usar Excel. Lo hago sencillamente porque la amargura y yo somos incompatibles, pero detrás de mi sonrisa machaca esta idea: otra vida es posible. Es probable que Tláhuac haya sido el detonador de estos pensamientos: había creído yo que la ciudad, con todo y la violencia inherente a toda megalópolis, era inmune al azote del narco salvo por su (casi doméstico, casi invisible según yo) tolerable narcomenudeo, y no, por supuesto que no: la sola existencia de El Ojos, el desmesurado operativo para “abatirlo” y, sobre todo, la reacción posterior de la gente fiel al traficante o simplemente opuesta a la autoridad, que convirtió esa zona de la ciudad en un auténtico campo de guerra, me recordaron que nadie está exento de la violencia que vivimos. Nadie. En ningún código postal.

Y así se va explicando el conocido oxímoron de amor-odio que todo chilango siente por su hábitat. Yo la amo con cierta locura, y esa misma zona en la que vivo al lado de la Doctores es una colonia, la Narvarte, cuajada de palmeras y establecimientos de barrio verdaderamente encantadora. El fin de semana es como un telar que fuera finamente atravesado por todo tipo de sonidos locales: el grito del gaaaaas, la campana de la basura, los camotes, el afilador y, en fin, la consabida grabación de los tamales oaxaqueños que ya forma parte del soundtrack de todos nosotros. Pero simultáneo a esa banda sonora, a ese sabor local, he desarrollado un miedo gélido a que el suelo se abra bajo mis pies, como si la realidad mexicana se sostuviera sobre la fragilidad de un potencial socavón. En Asterix y Obelix, el feroz y valientísimo jefe de la aldea gala sólo teme a una cosa: que el cielo se desplome sobre su cabeza. ¡Cuántos mexicanos no somos Abraracúrcix a la inversa,

aterrorizados con la idea de que un socavón se abra súbitamente debajo de nuestros pies! Ay, qué inconsistencia. Ay, qué precariedad.

Pero el pavimento no se ha ahuecado hasta ahora bajo mi coche, y persevero en esta ciudad con una especie de fe, como quien camina confiadamente en la oscuridad. Sé que debajo de mí hubo una laguna, y que a mi alrededor campea una violencia cada vez más visible, pero no por ello voy a dejar de peinar estas intensas calles, esta región más eléctrica del aire.

julio.trujillo@3.80.3.65

Twitter: @amadonegro