¡Ay, Ayotzinapa!

¡Ay, Ayotzinapa!
Por:
  • Carlos Urdiales

Nombre tatuado a golpe de fuego en la memoria nacional. El asesinato de 43 alumnos de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” en Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, junto con la desaparición de sus restos; marcó el sexenio. El Presidente Peña Nieto carga el estigma por no haber hecho lo suficiente ni lo necesario, para resolver lo que jamás tuvo remedio.

Aquella negra noche, en Iguala, no había un solo funcionario federal; estaban sí, la mafia política local instalada en la alcaldía, la autoridad estatal inoperante, dos grupos de narcotraficantes en disputa, la producción de amapola y heroína, funcionando a plenitud, motor económico; una singular corrida de autobús de pasajeros que va directo hasta Chicago y en el cuartel de la zona, el destacamento militar.

Al mandatario que se va, le han espetado su falta de proximidad, de empatía con las familias víctimas. Peña Nieto insiste en que la verdad histórica, la cremación masiva, es la única posible. Convencido está con base en investigaciones amplias y profundas. La distancia emocional que le achacan al Presidente no es otra que su personalidad, imagen política ortodoxa, tensa e institucional hasta el último resquicio, hasta el final.

En contraste, con el dolor de los padres huérfanos han lucrado abogados, activistas y políticos. “Estado asesino”, gritan unos sin aportar una prueba en contra de autoridades o fuerzas federales, para algunos combatientes al sistema los más de 100 sujetos a proceso en cárceles, obedecieron órdenes no de Los Rojos, o de Guerreros Unidos, tampoco de Pablo Vega desde Chicago ni de los Abarca, en Iguala, no; hay quienes insisten que fueron los soldados y no los municipales en la nómina de los narcos quienes acabaron con los 43.

Activistas políticos embozados de defensores de derechos fundamentales, han sido inhumanos al jugar con frases como “vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Atroz implante de esperanza en los corazones destrozados una, dos, tres veces por la desaparición, por oleadas de certeza sobre la muerte de sus hijos y un pozo de dolor sin fondo por no tener resto humano al cual velar y llorar.

Cómplices con causa, científicos plantean que la verdad oficial es una mentira igual. Expertos en fuego contradicen a expertos en ADN nuclear de Austria que identificaron, entre las cenizas levantadas del río San Juan, los restos de Alexander Mora Venancio, uno de los 43.

Las pesquisas de forenses argentinos, pagados por activistas con dinero del Estado, opinan que no pudieron quemarse tantos cuerpos. Reos confesos narran lo opuesto. Si no los mataron y quemaron ¿qué es de ellos? ¿Por qué los desaparecieron? ¿Dónde? ¿Quién y para qué?

Para gobiernos incapaces de garantizar el Estado de derecho a nivel federal, estatal y municipal, no existe empatía, cercanía, corazón ni personalidad que reduzca el dolor y la rabia de esas familias víctimas de la putrefacción social que, por cierto, no habita en Los Pinos, sino en la esquina de sus casas, en las veredas de sus cerros y selvas consagradas a la producción, corrupción, comercio y exportación de droga, negocio tan lucrativo como cruel.

Cuando el Presidente Peña Nieto se marche, llevará consigo parte del estigma que 43 estudiantes borrados de la faz de la tierra en Guerrero significan, sin embargo, para las familias víctimas, la desgracia que se queda para la eternidad, nada de su luto se irá con el viejo sexenio.

La paz y reconciliación tampoco les será dada a través de reuniones, nuevos discursos o personas sensibles y bien intencionadas que asuman la encomienda de hallar otra verdad, una menos desgarradora.

La próxima administración federal iniciará con pizarra limpia y bono democrático. Con el transcurrir de semanas, meses y años, la verdad histórica será la verdad a secas, entonces sabremos si la paz y el perdón de madres y padres huérfanos de hijos, los abraza.

Sólo justicia cabal sobre los responsables de la desaparición de esos 43 estudiantes puede poner punto final a esta historia que ojalá fuese inédita. Pero no lo es. O última. Pero tampoco de eso hay garantía. ¡Ay, Ayotzinapa!