Calladitos, ¿se ven más bonitos?

Calladitos, ¿se ven más bonitos?
Por:
  • gerardo_garcia

No. No se trata de citar como se acostumbra en estos casos a Martín Niemöler. No es argumentar solamente que el desentenderse del conflicto que uno piensa ajeno, va pavimentando su camino al precipicio. Va más allá. Tiene tanto que ver con una realidad que es el costo del maniqueísmo; de la casi imposible convivencia entre dos realidades de un país que no necesariamente tendrían que resultar tan lejanas.

El caso de Malecón Tajamar va mucho más allá que la polémica generada en torno a un desarrollo comercial y habitacional en Cancún. No es en efecto una batalla entre la defensa del medio ambiente y la defensa del desarrollo económico. No es simplemente la defensa del Estado de Derecho o la búsqueda de evitar la devastación. Es el reflejo de una realidad: en la narrativa de este México en el año 2016, la historia del pueblo bueno que combate a la malignidad –en este caso representada por los inversionistas coaligados con la autoridad- tiene tantos adeptos como tantas falsas verdades. Un discurso que genera tanto o más terror entre la clase política que el respeto que tendrían que observar en torno a la aplicación y la observancia de la ley. De nada sirven los argumentos técnicos y legales en torno al desmonte realizado en las cincuenta y cuatro hectáreas en que se levantará –si es que sucede- este desarrollo, si el discurso que habla de devastación y asesinato de cocodrilos es el que permea en la sociedad. Si lo que cuenta en esta historia no es la realidad, sino la percepción de que todo lo que ahí sucedió está marcado por la corrupción y la impunidad.

Aunque no sea cierto. Aunque no sea así.

El viernes anterior la Asociación de Hoteles de Cancún y Puerto Morelos –una de las más importantes en el país por razones obvias- invitó al gobernador de Quintana Roo a un desayuno con todos sus integrantes. Ahí Roberto Borge les espetó acerca del silencio que han guardado en torno al caso de Malecón Tajamar. De cómo ese silencio ha sido de alguna manera cómplice en la crucifixión de que han sido objeto empresarios y autoridades. De cómo la falta de unidad empresarial ante asuntos como este, termina por afectarles más de lo que suponen. Un reclamo que no iba en el sentido de la búsqueda de la confrontación, sino más bien del costo del silencio y la falta de unidad.

El Turismo ha pasado de ser considerado en sectores de la opinión pública como la industria sin chimeneas –en alusión al mínimo daño que le genera al medio ambiente- a una marcada como depredadora. En ese sentido el discurso del fundamentalismo ambiental ha ganado. Ante el silencio de la industria, en la narrativa ellos han quedado del lado de los malos de la película. Con los costos que ello supone. En la Cámara de diputados y Senadores hay un padrón de cabilderos registrados –cabilderos: personas dedicadas a impulsar o defender los intereses de industria y sectores específicos ante los miembros del congreso- para poder operar. En la anterior legislatura, la industria farmacéutica de México tenía registrados a más de una treintena; la turística, sólo dos. La falta de unidad, la equivocada percepción de que ésta no es necesaria, les ha resultado muy costosa.

No se trata de salir en defensa de un malhechor; se trata de levantar la voz en pos de la defensa de los valores que regularmente dicen defender: legalidad, certidumbre jurídica, desarrollo sin devastación.

Pero pues mientras sigan considerando que calladitos se ven más bonitos, la realidad terminará por engullirlos.

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