Cubita, el niño que no sonríe

Cubita, el niño que no sonríe
Por:
  • larazon

Salvador del Río

Se llama Cuba, no se sabe por qué. El vecindario y los comerciantes de La Loma lo han visto día a día ayudando a su padre, en realidad el marido de su madre, en la venta de los elotes que van en  el desvencijado camión en cuya caja se amontonan las mazorcas de la cosecha  de la milpa familiar.

Cubita nació con las piernas pegadas, fue operado para separarlas pero en su pequeño cuerpo quedan las huellas de esa calamidad congénita y de la desnutrición

de su vida precaria.

Cuba tiene trece años. Ha terminado el primer año de la escuela secundaria, con un promedio de 9.2 de calificación. Es un enamorado de la escuela. Para él las matemáticas, el español y la historia, el “coco” de los jóvenes, son cosa de juego.

Pero Cubita ha debido, contra su voluntad, dejar la escuela. El vecindario y la clientela del comercio del barrio lo ven con pena salir por las mañanas llevando la vitrina cargada de gelatinas y recorrer a pie el polvoso camino hasta la Plaza de la Guacamaya para vender su mercancía.

Es que su madre, trabajadora doméstica, ha decidido que Cubita no vaya más a la escuela, que se convierta en pilar de la economía del pobre hogar vendiendo, además del colorido producto de la grenetina, los tamales que ella misma elabora antes de ir a trabajar.

Cubita, el niño silencioso del barrio pobre, escucha las protestas de quienes, vecinos y consumidores del populoso barrio de Jiutepec, Morelos, quisieran verlo de nuevo en el aula de sus sueños.

Vecinos y pasantes frecuentes han ofrecido ayuda al padrastro y a la madre de Cubita: dinero para la compra de los útiles escolares, gestiones para su inscripción en la escuela, iniciado ya el curso.  Nada puede hacer Cubita, sino esperar la decisión de su madre o la acción redentora de un programa social, educativo, que venza la miseria y la injusticia de su condición. Hay, sin embargo, un obstáculo pero más escabroso y duro que se le opone: el conformismo de la ignorancia que mata sus esperanzas de alcanzar una vida mejor.

El combate a la pobreza, en casos como el de Cubita, debe y puede empezar por una lucha frontal en contra del prejuicio espiritual que condena a los humildes a la permanencia  en la condición que su

nacimiento les destina.

Dotar a los miles de hogares y escuelas del país de un piso firme, de agua y los elementos indispensables para una vida digna, es importante; también lo es rescatar a los niños y a los jóvenes sentenciados a la miseria material y moral, a la incomprensión y el abandono, para hacer de ellos los hombres y las mujeres

del futuro del país.

Cubita, el niño triste del barrio pobre, merece ese futuro.

srio28@prodigy.net.mx