Desastres y capacidades

Desastres y capacidades
Por:
  • armando_chaguaceda

La historia, además de un relato de clases enfrentadas o del avance universal de la libertad —como respectivamente dirían marxistas y liberales—, es también la feroz e interminable pelea del hombre contra los desastres naturales.

Como si no bastasen los horrores —guerras, hambrunas, genocidios— provocados por nuestra insensatez, Gaia nos recuerda cada cierto tiempo que ella es base y garante de la humanidad. Huracanes, tsunamis, erupciones volcánicas, plagas y terremotos, han sepultado en la historia a varias civilizaciones. Y amenazan, pese a los avances científicos y la preparación colectiva, nuestro futuro. En las regiones con poblaciones vulnerables —África, Centroamérica, el Caribe, Sudeste Asiático— el saldo de los desastres naturales es exponencialmente mayor. La pobreza acumulada, la deficiencia institucional y los ecosistemas dañados amplifican el impacto de cada ciclón, de cada sismo.

En nuestra región, el caso de Cuba es, también en esta esfera, excepcional. Clasificando en el universo de los Estados no democráticos de alta capacidad —Charles Tilly dixit—, en la Isla los principales recursos materiales y humanos se ponen en función de la Defensa Civil y la nación se moviliza para enfrentar huracanes como Irma.  A diferencia de Haití o, incluso, de zonas de EU, en Cuba es muy reducido —y a veces nulo— el número de víctimas fatales de los huracanes que, año tras año, azotan la Isla, demostrando que un gobierno que opera cotidianamente desde la lógica militar —campañas, enemigos, victorias— está excepcionalmente preparado para reaccionar ante desastres.

Si entendemos que una sola vida humana es inapreciable, no queda sino felicitar —en medio de esta coyuntura— a los gobernantes y el pueblo cubanos por tamaña capacidad de respuesta. Otra cosa sería, sencillamente, mezquino. Sin embargo, en una mirada de mayor alcance, habría que señalar otros asuntos también ligados al proceso de restauración de las heridas causadas por estos desastres. Por ejemplo, ¿en qué medida el deficiente estado del fondo habitacional cubano aumenta los costos y perdedores de cada huracán? ¿Cómo la ausencia de fiscalización y transparencia en el uso de los recursos gubernamentales y de aquellos donados por la comunidad internacional afectan, pasada la coyuntura, la buena marcha de la reconstrucción? ¿De qué modo la burocracia, la corrupción, las prioridades cambiantes del todopoderoso gobierno, la fragilidad —material, organizativa, cívica— de las comunidades afectadas y de la sociedad en general lastran una recuperación que va mas allá de la coyuntura trágica? ¿Cuán diferentes de los dominicanos, puertorriqueños o nicaragüenses son unos cubanos cuyos ingresos promedio rondan los 25 dólares al mes; con los que deberán adquirir en el mercado (libre o negro) buena parte de los materiales y enseres para reconstruir sus vidas?

En la medida que todos los países caribeños —incluidos México y Cuba— fortalezcan sus instituciones, desarrollen una economía diversificada y apoyen a las comunidades locales y las organizaciones sociales en su capacidad de contribuir al desarrollo sostenible y equitativo, los desastres naturales impactarán menos nuestras vidas y, de cara al futuro, nuestras existencias. Haití es un triste ejemplo de lo que significa no conseguir esas metas. Una buena gobernanza —que en sentido estricto sólo puede ser democrática— es la mejor garantía para vivir —y no simplemente sobrevivir— después de las catástrofes.