El atraco

El atraco
Por:
  • larazon

El Rotoplas —como todos le llamaban— estaba leyendo la sección deportiva del periódico a las nueve de la noche. En realidad, apenas si leía: mataba el tiempo, veía las fotos, se detenía brevísimamente en algún encabezado. El silencio, que era casi total en la gran bodega y en esa zona de las afueras de la ciudad, se rompió con el largo sonido de un timbrazo.

Aunque no los reconoció, el Rotoplas le abrió la puerta a los hombres que tocaban el timbre porque traían puesto el uniforme de los encargados de seguridad de la empresa. Y al instante se arrepintió, pues en cuanto quitó el pasador de la puerta, los del otro lado la patearon con fuerza y entraron a la bodega como estampida. El Rotoplas, a pesar de que recibió un contundente culatazo en la cabeza, mantuvo el sentido y pudo ver a mucha gente armada irrumpiendo en el gigantesco local cuya puerta él resguardaba. Vio a los supuestos “empleados de seguridad” y vio a muchos hombres de negro y con pasamontañas, todos armados.

–¡Ándenle, cabrones, un hombre por cada salida alterna, y que El Gato y Abundis salgan a vigilar el paso de las otras unidades! –gritó el que, a los ojos y oídos del Rotoplas, era sin duda el líder de la banda–. ¡A los de seguridad, me los madrean y me los desarman, a los trabajadores nomás amárrenlos y métanlos a todos a los refrigeradores! –continuó gritando el jefe.

Eran muchos, como veinte o más, tal vez hasta treinta, y estaban bien organizados. El Rotoplás pudo ver (porque lo dejaron ahí donde cayó después del culatazo, con las manos amarradas a la espalda pero perfectamente consciente) cómo había un grupo dedicado a someter a sus colegas y otro dedicado a recorrer los pasillos de la bodega y juntar cajas con mercancía.

–¡Este pinche gordo está consciente! –dijo uno de ellos, señalando al Rotoplas, y le estampó la suela de su bota en la nariz. Entre dos, lo arrastraron y lo metieron, junto con todos sus compañeros, en uno de los refrigeradores industriales de la bodega.

Eran once los empleados encerrados en el frío.

–¿Estás bien, Néstor? –le preguntó un repartidor al Rotoplas, viendo que sangraba profusamente.

–Sí, ¿quiénes son estos güeyes?

–Quién sabe, mano, pero son un chingo y están bien organizados.

En efecto, los sonidos que provenían del otro lado de la gruesa puerta eran los de una eficaz empresa humana dedicada a vaciar la bodega.

–¡Usen los carritos para traer las cajas! ¡Eso! ¡Todas me las apilan en la entrada! ¡Que los choferes acerquen los tráilers al portón! –se escuchaba la voz del jefe organizando a su cuadrilla.

Así, con el sonido de un aceitado mecanismo de atraco del otro lado de la puerta, pasaron horas y horas. No tardó en escucharse la queja más esperada:

–Qué pinche frío hace aquí dentro –dijo la Luisa, pero nadie le contestó, como si temieran que, al verbalizar la evidencia de que estaban presos en un refrigerador gigante, se fueran a congelar instantáneamente.

Al Rotoplas se le empezó a encostrar la sangre en la cara, pero no dijo nada. Se sentía culpable por haberles abierto la puerta a los atracadores, ¿pero qué iba a hacer él si venían disfrazados? ¡Hasta tenían el logotipo de la empresa en los uniformes! Y él ni pistola tenía, sólo una macana que usaba para batear bolas de periódico arrugado cuando se aburría. Así, mientras pasaba la noche y se acercaba la madrugada, estuvo dándole vueltas al asunto y al papel que le había tocado desempeñar en el atraco.

Después de ocho largas horas de encierro, un empleado del turno matutino les abrió y pudieron hablarle a la policía y calentarse con algunas mantas.

Según les dijeron después, fue uno de los mayores robos a bodegas de tiendas de autoservicio en la historia del D. F. El saldo fue de 35 millones de pesos en mercancía de todo tipo (cajas de cigarros, tarjetas telefónicas, vinos, cervezas, latería, productos farmacéuticos), que fue transportada en cuatro grandes camiones con placas falsas. No se tenía ningún indicio del paradero de los asaltantes ni de su identidad.

Se habían llevado hasta las docenas de siluetas de cartón de los jugadores de la selección de futbol que anunciaban una marca de pan.

Al Rotoplas le dieron un trapo mojado para limpiarse la cara.

Nota: ficción inspirada en el asalto a la bodega de las tiendas Oxxo llevado a cabo hace quince días en Azcapotzalco, con saldo idéntico salvo por las siluetas de cartón.