El poeta y la catástrofe

El poeta y la catástrofe
Por:
  • larazon

La catástrofe de Haití mira al poeta a los ojos, en espera de una reacción. Porque su obligación moral no es donar medicinas y agua embotellada, sino escribir poesía. ¿Pero cómo reunir la fuerza suficiente para escribir un texto que esté a la altura de un terremoto, de un tsunami, de la Shoa?

Es famoso el comprensible exabrupto de Teodoro W. Adorno: después de Auschwitz no puede haber poesía. Sí pudo haberla, y la hay, pero no está de más que el poeta intente sostener la mirada del Mal antes de sentarse a componer sus versos. ¿O sí está de más? ¿Debemos rehuir del pesimismo y seguir hacia delante como si la desgracia ajena no nos afectara? Haití parece exigirnos un careo con la gratuidad del mal. Así lo hizo Voltaire, también famosamente, ante el terremoto-maremoto-incendio que arrasó con la tercera parte de Lisboa en 1755. Y Voltaire estaba enojado, sobre todo con el difunto Leibniz y su “teodicea”, es decir con la justificación de la existencia de Dios y de su bondad. “Todo está bien”, insistía Leibniz, ya que no puede estar de otra manera: vivimos en el mejor de los mundos posibles y cualquier otra versión sería peor que ésta. Voltaire, ante los cadáveres lisboetas, se indignaba. Entonces escribió el “Poema sobre el desastre de Lisboa”, en el que, entre otras cosas, dice:

“Todo está bien”, dicen ustedes, y “todo es necesario”.

¿Qué, el universo entero, sin ese infernal abismo,

sin engullir Lisboa, hubiese estado peor?

Discute, a lo largo del poema, la creencia de muchos en ese dictum que hoy podríamos traducir a nuestras palabras: “no hay mal que por bien no venga”. Vayan y díganselo a las montañas de niños muertos en Lisboa, y a sus madres, responde Voltaire. La conclusión de su poema es terrible:

Elementos, animales, humanos, todo está en guerra.

Hay que reconocerlo, el mal está en la tierra:

su principio secreto nos es desconocido.

Aquí habrá que citar a Borges, quien zanjó el asunto con una frase espléndida: “¿Cómo puede ser malo el universo si ha producido un hombre como Voltaire?”.

Es inevitable pensar en el terremoto que sacudió a la ciudad de México en 1985. Esa tragedia también produjo un poema que no todos conocen o recuerdan. Se trata de “Las ruinas de México (Elegía del retorno)”, de José Emilio Pacheco, que se incluye en su libro Miro la tierra. El 18 de septiembre de ese año, el poeta estaba en Maryland, pero consiguió regresar a México (de ahí el paréntesis del título) tres días después, probablemente sintiendo la misma rabia impotente que Voltaire. El poema, como es de esperarse, es desolador. Un fragmento:

Llega el sismo y ante él no valen

las oraciones ni las súplicas.

Nace de adentro para destruir

todo lo que pusimos a su alcance.

Sube, se hace visible en su obra atroz.

El estrago es su única lengua.

Quiere ser venerado entre las ruinas.

Al decir “nace de adentro” exculpa al hombre, que nada puede hacer ante la súbita destrucción que surge bajo sus pies. No obstante, la frase completa dice “nace de adentro para destruir / todo lo que pusimos a su alcance”. Aquí parece sugerirse un afán de destrucción (casi de vendetta) de las entrañas de la tierra y, también, un atisbo de albedrío: ¿por qué pusimos todo eso a su alcance? Rousseau discutía sobre algo parecido con Voltaire con respecto a Lisboa. Si alguna culpa hay, decía, es del hombre, por hacinarse en esos frágiles edificios que el terremoto tiró. Rousseau defendía la “Providencia”. Sobra decir que la amistad entre ambos pensadores se rompió para siempre con esa discusión.

Volviendo al tema de la obligación moral del poeta (del artista), Pacheco llega incluso a disculparse con los muertos. ¿Por qué? Porque la poesía, dice, “no aparta escombros, / no sostiene las casas / ni las erige de nuevo”. Es cierto, hoy mismo un tractor es mucho más útil que el poema que esté escribiendo alguien sobre la tragedia de Puerto Príncipe. Pero la poesía no carece de función ni de utilidad intangible: es nuestra voz, el destilado de nuestro fermento de palabras, nuestra expresión más clara. Y hoy más que nunca lo que se necesita es una expresión clara que le de voz a los que han sido acallados o, simplemente, no saben cómo hablar.

Quiero insistir: una expresión clara. No dejemos que los buenos y escasos acordes, los sonidos y contenidos diáfanos, se pierdan en la estridencia del día, entre insultos y cláxones y gritos y amenazas y arrebatos y disparos y monólogos sordos. Y no creamos en la inutilidad de la poesía: es la moneda de cambio que tenemos perdida en el bolsillo desde hace algún tiempo. Recuperémosla, sigue vigente.

eltrujis@gmail.com

agp