Europa, un actor secundario

Europa, un actor secundario
Por:
  • larazon

Beatriz Martínez de Murguía

Nadie sabe, en el momento en que escribo estás líneas, miércoles 5 de marzo, qué puede resultar de la crisis política en Ucrania y la invasión de facto de una parte de su territorio, Crimea, por el ejército ruso. Ni siquiera Putin, que sí parece saber lo que quiere, en contraste con Obama o la UE, que sólo improvisan y acostumbran a titubear, puede imaginar las consecuencias de sus actos, y no sólo para la región, el resto de Europa o el mundo, sino también para la estabilidad política interna de Rusia.

Todas las partes implicadas (Ucrania, Rusia, Estados Unidos y la UE) saben que un conflicto armado conllevaría consecuencias tan imprevisibles, pero de tal calado que nadie saldría ganando, ni siquiera derrotando al contrario en una hipotética batalla. De ahí que el habitualmente belicoso Putin manifestara el martes una, por el momento, contención bélica que, por otra parte, desmentía con los hechos: la presencia en Crimea de miles de soldados rusos aunque sin identificación alguna.

Si para algún comentarista, incluso experto en la materia, el gesto de Putin sólo se explica por su pérdida de la noción de realidad (puesto que no hay comparación posible entre la fuerza de la OTAN y del ejército ruso), otros, bastante más realistas y conocedores de la psicología de un hombre que busca desesperadamente ubicar a Rusia, o sea a sí mismo, en el centro del mundo, entienden que el presidente ruso sabe bien lo que hace.

Astuto, buen estratega político y asesorado por un muy inteligente ministro de asuntos exteriores, aparentó estar tan abstraído con el buen desarrollo de los Juegos Olímpicos en Sochi que ni sabía casi lo que pasaba a tan sólo unos kilómetros, en Ucrania. En realidad, y a la vista de lo sucedido en los últimos doce días, todo lleva a pensar que el ex presidente ucraniano Víktor Yanukóvich huyó de su país con el visto bueno y el aliento de Rusia.

Habiendo fallado en su intento por mantener el control político empleando incluso la represión más brutal, su fuga le permitía a ésta jugar una última carta: acusar a la oposición de haber dado un golpe de Estado para, de ese modo, alegar una supuesta legitimidad que le permitiera intervenir en el país con el fin de proteger a los ciudadanos rusófonos de la península de Crimea.

Una estratagema poco sutil (ya empleada por Hitler en la invasión de los Sudetes en 1938), pero eficaz para convencer a una parte importante de la población rusa de que el fin de la Unión Soviética no supuso necesariamente el ocaso definitivo del imperio ruso. Mientras todo ello sucede, Europa, dependiente de Rusia en un treinta por ciento del gas que consume y justificadamente temerosa por una posible y nueva guerra en suelo europeo, mira de reojo a unos y otros, dividida como siempre y con el rumbo perdido.