Había una vez

Había una vez
Por:
  • larazon

La noticia es un poco vieja, pero tiene su interés. En 1748 inició el duque de Richmond una enérgica campaña para acabar con los grupos de contrabandistas que actuaban en la costa de Sussex.

El problema no era nuevo, ni fácil de resolver. El principal negocio era el contrabando de té que llegaba de China, en ocasiones de la India, con escalas en Francia o en Holanda, pero se traficaba también con vino francés e incluso con armas y municiones: los altísimos impuestos que gravaban el comercio legal hacían que fuese un negocio muy lucrativo. Era una actividad fundamentalmente plebeya: redes de marineros, pescadores, artesanos, tenderos, boticarios, que contaban con la protección más o menos voluntaria, más o menos forzada, de comunidades enteras.

En la primera mitad del siglo XVIII la economía de Sussex estaba en decadencia: la sedimentación de lodos hacía prácticamente inutilizables los puertos de Rye y Winchelsea, escaseaba la pesca, no había mercado para los textiles, faltaban recursos para mantener la producción de hierro. Era el inicio de la revolución industrial. El contrabando ofrecía una alternativa no sólo como fuente de ingresos, sino como modo de vida: arriesgado, rebelde, arisco, atractivo para numerosos artesanos, jornaleros y marinos que el progreso había dejado de lado. Atractivo para quienes no encontraban su lugar en el nuevo orden.

La autoridad del rey en la zona era bastante frágil: los funcionarios de aduanas no tenían capacidad para hacer frente a bandas bien armadas y organizadas. Los había cómplices, por supuesto, integrados en el mecanismo del contrabando, los había que dejaban pasar, pero la mayoría sencillamente cedía a la intimidación y trataba de evitar un enfrentamiento. Difícilmente se podría haber hecho otra cosa en comunidades que consideraban legítimo el oficio y que miraban con recelo e incluso con hostilidad a los representantes de la corona.

El negocio comenzó a declinar rápidamente a partir de 1745 con la reforma fiscal de Henry Pelham, que redujo el impuesto sobre el té de cuatro chelines a uno por libra. Pero no mejoraron las cosas en Sussex. La animosidad de los contrabandistas hacia los funcionarios reales aumentó, menudearon los enfrentamientos. Al año siguiente, el parlamento promulgó un conjunto de leyes específicamente pensadas para combatir el contrabando: traficar con mercancías de contrabando, recibir o almacenar bienes no tasados, usar máscaras o llevar ennegrecida la cara, maltratar o herir a un funcionario real se convirtieron en delitos capitales, castigados con la pena de muerte; una comunidad entera podía ser penalmente responsable si se encontraban ocultos alijos de té o de otras mercancías, si se atacaba en ella a los representantes del rey. Las bandas pasaban por los pueblos a plena luz del día, exhibiendo sus armas. Asaltaban en los caminos, extorsionaban a los grandes propietarios. En 1747 el gobierno decidió enviar al ejército para controlar la situación: una compañía de 500 soldados sólo para la región occidental de Sussex, entre Arundel, Petworth, Maidhurst, Chichester y Petersfield. Los soldados interceptaron varios cargamentos, capturaron a unos cuantos contrabandistas, pero con más frecuencia hicieron lo mismo que habitualmente hacían los funcionarios de aduanas: mirar hacia otro lado, participar en el negocio, evitar los enfrentamientos. La hostilidad tradicional de los campesinos hacia el ejército no facilitaba las cosas.

Sussex se encontraba prácticamente en estado de guerra. Según los testimonios de la época, los bandidos se atrevían con todo: asesinaban a los representantes de la corona, atacaban al ejército, amenazaban a los jueces. En algunas comunidades, como Goudhurst, los notables locales organizaron milicias para defenderse por su cuenta; al parecer, con buen éxito.

En esas circunstancias, el duque de Richmond decidió lanzar su campaña contra la delincuencia, para restaurar el prestigio de la autoridad. Logró que se creara un tribunal especial en Chichester y que se ofrecieran recompensas o reducción de penas a quienes informasen sobre los contrabandistas. Por lo visto, los informantes fueron mucho más eficaces que los funcionarios de aduanas o el ejército. En los dos años que duró la campaña del duque de Richmond fueron ahorcados treinta y cinco contrabandistas, diez más murieron en prisión. Poco a poco, Sussex se fue pacificando. En adelante, sería gente ‘de calidad’ la que se haría cargo del contrabando.

Me encuentro la noticia en un emocionante ensayo de Cal Winslow. Y se me ocurre que viene a cuento, aunque no sé muy bien por qué.

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