Historias

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Por:
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Fernando Escalante Gonzalbo

Las historias de la violencia de las últimas semanas son muy distintas de las que estábamos acostumbrados a leer, y son distintas básicamente porque son historias. Quiero decir, historias que se entienden, que suceden a gente concreta, y que se parecen a muchas otras de hace diez y veinte años, y muchos más.

Durante años tuvimos un único relato, casi abstracto, en el que había cárteles, rutas, plazas, ajustes de cuentas, o fantasmales enfrentamientos, incomprensibles ataques a patrullas del ejército, de los que resultaban seis, siete muertos, diez, más. Todos los casos, decenas de miles, tenían una misma explicación: sumaria, esquemática, y finalmente ininteligible (¿por qué habría de pelearse a muerte por el control de Zacualpan de Amilpas? ¿Por qué son clave para el trasiego de drogas municipios de la Montaña, en Guerrero, o de la Huasteca veracruzana?).

El resultado era un poco absurdo, pero no trivial. Aquel relato tenía como punto de partida la idea de que el crimen organizado era una entidad separada, ajena, que hacía presa a la sociedad. El lenguaje maniqueo, casi épico a veces, se explica así, como producto de ese mundo de límites indudables, ellos y nosotros. La estrategia se imponía con el peso de lo obvio: había que acabar con los malos.

Esto de hoy es mucho más confuso.

Según Cristina Hernández, el asesinato de su esposo, el periodista Gregorio Jiménez de la Cruz, fue ordenado por su vecina, Teresa de Jesús Hernández Cruz. La explicación es como sigue. Jiménez había publicado una nota, días atrás, sobre un muchacho que había sido apuñalado cerca del bar “El Mamey”, de la señora Hernández Cruz, y por lo visto los voceadores lo llamaron “cantina de mala muerte”: “Eso a ella no le gustó, porque dice que su cantina es de prestigio”. Sobre ese incidente estaban además borrosos, enconados conflictos entre sus hijas, que habían sido cuñadas, y seguramente habría más cosas. Hernández amenazó, sacó a relucir sus “muchas influencias”, y finalmente contrató a una pandilla para que lo asesinara, por 20 mil pesos (la prensa dijo “una célula de la delincuencia organizada”). En la misma fosa se encontró el cadáver de un dirigente local de la CTM, Ernesto Ruiz Guillén, y un taxista de Coatzacoalcos.

Es una historia sórdida, triste sin duda, pero también familiar. Se explica sin cárteles ni rutas ni lugartenientes, con el orden social de Veracruz.

Otra historia, de Michoacán, un episodio de la guerra de las autodefensas contra Los Caballeros Templarios. La comunidad nahua de Ostula, en la costa, organizó su policía comunitaria en 2009 para “enfrentar al crimen organizado y recuperar las tierras que les arrebató un decreto de Gustavo Díaz Ordaz”. Hace unos días decidieron pasar a la ofensiva, contra los mestizos de La Placita, los actuales propietarios de las tierras. El resto del reportaje es confuso, pero de mucha sustancia. Es de Arturo Cano, en La Jornada. Se habla de asesinatos, voces anónimas los atribuyen al jefe regional de Los Templarios, Federico Lico González, “quien decidió enfrentar así el abierto desafío lanzado por los nahuas”.

Es imposible saber en qué consistiera ese desafío, ni qué negocios gravísimos llevasen Los Templarios en Ostula. Pero Refugio Verdía, líder de la autodefensa, tiene claro que los delincuentes eran “gente de aquí”. Ni siquiera mestizos, del pueblo de al lado. La asamblea de Ostula también acusa al “cacique mayor” del PRI, Mario Álvarez, funcionario del gobierno del estado. La configuración que se puede entrever resulta muy conocida. A la mitad del reportaje aparece por alguna razón un miembro de la policía comunitaria de Chinicuila, y Cano explica que es “una de las pocas, hasta donde se sabe, que no depende de las órdenes de los adinerados del municipio ni del carisma de un pionero”, sino de un Concejo Popular. Para hacer sumas y restas.

Refugio Verdía sigue explicando. Dice que van a tener que cuidarse del gobierno, “porque al gobierno no le convienen las organizaciones, no le conviene que los pueblos estemos unidos, le conviene que estemos en pelea para seguir aprovechándose”.

El gobierno, el cacique, los mestizos, la tierra. En la región purépecha es también la madera. Las compañías mineras, las empacadoras de limón. El crimen organizado es el ingrediente nuevo —en el lenguaje, en la configuración social. Pero da la impresión de que son los conflictos de siempre, más o menos con los mismos actores de siempre, y que ese sujeto extraño, ajeno, puramente predatorio, El Crimen Organizado, está mucho más mezclado con la sociedad de lo que nadie quiere admitir. Y acaso sea parte de lo que históricamente ha sido el Estado mexicano. Si es así, eliminar a los malos puede ser una tarea imposible. Y habrá que plantear las cosas de otra manera.