La desconfianza patológica

La desconfianza patológica
Por:
  • juliot-columnista

Siempre volvemos a Stefan Zweig, el enormemente popular escritor vienés que terminara suicidándose en Brasil, a los sesenta y un años de edad, en 1942. Volvemos a él porque el arco de su vida define (y fue descrito hermosamente por él en sus memorias El mundo de ayer.

Memorias de un europeo) con gran claridad el cambio de un mundo abierto a uno cerrado, y porque anticipó con agudeza el ascenso de “la peor de todas las pestes”: el nacionalismo. Ese fervor, y el desprecio por el prójimo, fueron para él las lacras que inundaron de sangre la primera mitad del siglo XX.

Nostálgicas sin ser patéticas, sus memorias nos hacen atestiguar la muerte de la Europa del siglo XIX, y vivir con él, casi en carne propia, las desgracias de aquella agonía, como el hecho de que sus libros, verdaderos best sellers del momento, pasaran a prohibirse precisamente en los países en los que habían cosechado mayor éxito. Pero es un párrafo el que más destaca de esas perfectas 500 páginas. Es el siguiente:

“Antes de 1914, la Tierra era de todos. Todo el mundo iba a donde quería y permanecía allí el tiempo que deseaba. No existían permisos ni autorizaciones. Me divierte la sorpresa de los jóvenes cuando les cuento que viajé a la India y a América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar ni ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían los salvoconductos, ni visados, ni ninguno de esos fastidios: las mismas fronteras que aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich”.

A la luz de la crisis que estamos viviendo en nuestra frontera sur, donde México ha demostrado ser un verdadero muro para el migrante centroamericano, y donde nuestros compatriotas, ay, han demostrado ser aquellos aduaneros, policías y gendarmes, estas líneas de Zweig adquieren una perturbadora relevancia. Como si no hubiera pasado un minuto desde aquel 1942 en que el autor de Momentos estelares de la humanidad decidiera suicidarse junto con su pareja Lotte, hoy el nacionalismo reverdece y las fronteras se cierran a piedra y lodo. Hitler reencarna en Trump, y los migrantes del mundo padecen una versión muy poco noticiosa de Holocausto. Ya no es exagerado hacer estas comparaciones.

“Mi crisis interior –escribió Zweig—consiste en que yo no soy capaz de identificarme a mí mismo con el yo de mi pasaporte, el ser del exilio”. Unos papeles no nos hacen más o menos humanos, ni la burocracia fronteriza podrá jamás tasarnos como superiores o inferiores, pero váyale usted a explicar estas verdades a las crecientes fuerzas globales de la xenofobia, que siempre han temblado de miedo ante lo diferente, ante la salud de la hibridez y ante el otro, quien es, sencillamente, nuestro hermano.