La estupidez como ventaja

La estupidez como ventaja
Por:
  • larazon

Beatriz Martínez de Murguía

Por mucho que sea una de esas investigaciones en las que su autor parece haber descubierto lo que casi todos intuíamos sin mayor comprobación, el asunto no deja de tener su miga. Según Mats Alvesson, profesor de administración de empresas de la Universidad de Lund (Suecia) y autor de lo que él mismo ha denominado “teoría de la estupidez funcional”, las empresas más productivas, a corto plazo al menos, serían aquellas que fomentan con más entusiasmo la estupidez entre sus trabajadores. Nada muy sorprendente.

El profesor Alvesson, dedicado según parece al estudio crítico de la gestión empresarial, sostiene además, de acuerdo con lo publicado en el diario digital El Confidencial, que tales empresas buscarían la armonía y el consenso básico entre sus empleados, coartando toda manifestación de espíritu crítico, a costa de alienarles de un cometido empresarial del que se terminarían sintiendo totalmente ajenos. Más aún, el empleado más apreciado sería aquel que no ofrece problemas.

Aunque en medios empresariales hayan calificado los planteamientos de Alvesson de “provocadores”, lo cierto es que las conclusiones de su estudio tienen muy poco de sorprendentes. Que una inmensa parte de la población empleada suspire por jubilarse cuanto antes e incluso esté dispuesta, como muestran las encuestas, a perder una parte de su jubilación con tal de olvidarse de su empleo, sus empleadores y sus compañeros de trabajo apunta en favor de la tesis defendida por Alvesson acerca de la profunda desafección que existe en relación con el trabajo: no respecto al esfuerzo en sí, valga aclararlo, sino a su contenido.

Una aversión directamente relacionada con las llamadas “nuevas formas de trabajo” (el aislamiento, la parcelación de las tareas...), con las condiciones objetivas, pero también y sobre todo con cómo la gente experimenta su vida en el trabajo, la competencia interna, la falta de comprensión de las decisiones, la jerarquía no siempre justificada, etcétera.

Un mal que no afecta, como muchos podrían pensar, sólo a los trabajadores menos cualificados, sino también y sobre todo a los cualificados medios y altos que ejecutan a disgusto decisiones que no comparten o experimentan cada día la brecha que existe entre lo que esperarían de su trabajo y lo que realmente hay.

Formados en universidades o en escuelas técnicas, los empleados medios y altos de hoy ven cómo lo que se les exige es, sobre todo, obediencia, no que piensen, mucho menos que opinen. Tanto que incluso especialistas del trabajo aconsejan que, atendiendo al principio de realidad de la necesidad de encontrar trabajo y conservarlo, quienes quieran sobrevivir en su empleo se esmeren en no complicarse la vida, huyan de las responsabilidades, renuncien a poner en cuestión decisiones inoperantes o sin sentido y, en definitiva, cultiven la estupidez. Por fin una coincidencia de intereses entre empleadores y empleados.