La experiencia descalza

La experiencia descalza
Por:
  • juliot-columnista

Uno de los grandes dramas de nuestro tiempo (si no es que el más) es la migración humana. Todos los días, miles de personas son empujadas (por miedo, guerra, precariedad, violencia) a dejar lo poco que tienen y lanzarse al vacío en busca de una vida mejor. Pocos lo logran, y la cifra de muertos es desconocida. Aunque escandaloso, este hecho no ocupa las primeras planas de los medios justamente por su frecuencia: nos hemos acostumbrado a ello.

Salí de la muestra de realidad virtual de Alejandro González Iñárritu y Emanuel Lubezki, Carne y arena, desgarrado y pensando lo que muchos otros: que es una “máquina de empatía”, y la empatía no es otra cosa que ponerse en los zapatos del otro. No obstante, aquí debo corregir, pues uno de los símbolos más poderosos de este proyecto es justamente la falta de zapatos. Es una experiencia literalmente descalza, con la arena del desierto bajo nuestros pies y zapatos huérfanos aquí y allá como el terrible señalamiento de que al migrante se le despoja de todo, incluso de ese apoyo que damos siempre por sentado: los zapatos.

Quien esto escribe se vio súbitamente en medio de un desierto de perturbadora belleza cuando el drama aconteció: migrantes de Centroamérica y México desfallecían en ese viacrucis rumbo a una abstracta esperanza. Desaparecieron el visor, los audífonos y mi privilegiada vida y me instalé de lleno en el corazón del miedo. Cuando un agente de la Patrulla Fronteriza me encañonó quise correr, pero mis piernas se congelaron. En ese instante sentí que el poder que hasta entonces había tenido sobre mi vida era transferido enteramente a aquel hombre apuntándome con el arma. Diez minutos bastaron para sacudir violentamente mi conciencia.

Uno creería que terminando ese tránsito, que la realidad virtual hace escalofriantemente posible, la experiencia ha terminado, pero no: la otra mitad del proyecto consiste en detenerse a leer, frente a los rostros de los migrantes entrevistados (rostros de una serenidad cicatrizada por la experiencia, rostros sabios sin importar la edad), sus historias. Apiñamiento, deshidratación, familias separadas por décadas, muerte y, siempre siempre siempre, la voluntad de seguir adelante.  Muy pocas historias de entre las miles que no están siendo contadas.

Duele reconocer, entre tantas otras cosas, que México sigue siendo un país expulsor y que al mismo tiempo es cruel con sus inmigrantes: quien salió de El Salvador y llegó a nuestro país esperando un respiro rumbo a los Estados Unidos es inmediatamente robado de todo lo que tiene, incluidos, sí, los zapatos. Me parece que la figura del traficante de gente o “coyote”, particularmente tétrica, no ha sido suficientemente analizada. Qué tiempos vivimos.

Al final de la experiencia mi hija, que hizo el recorrido antes que yo, esperaba en un sillón. Amenazada por la misoginia imperante y en plena edad de estar expuesta a todo tipo de violencia, reflexionaba en una aparente tranquilidad. Ella es mi heroína, y los migrantes que ahora mismo lo están arriesgando todo en pos de un futuro vivible y digno, también.