La glorieta

La glorieta
Por:
  • larazon

Después de tres años de ausencia de la ciudad de México, decido asomar la cabeza, como una marmota, en plena glorieta de los Insurgentes. Como ejercicio de reapropiación, no está mal instalarme en uno de los indiscutibles ombligos de la metrópoli, dejándome marear por las fuerzas centrípetas de colores, ruidos, olores y otros reconcentrados excitantes de los sentidos.

Recuerdo un famoso ciclorama que representa la batalla de Gettysburg y me digo que no hay demasiada diferencia entre esa hechizante antigüedad y este ciclorama vivo y pulsante, que si no hospeda una guerra de manera oficial, sí atestigua las épicas minúsculas de los chilangos. Me regalo, pues, una panorámica de 360 grados y le doy el golpe con gusto, desterrando la tentación de comparar ciudades: no, nel, el Distrito Federal se desborda y me desborda y apenas alcanzan tiempo y oxígeno para acercársele un poco (poseerlo es imposible) y habitar su vertiginoso presente sin nostalgias madrileñas o berlinesas.

Doy una vuelta con calma y descubro que, si viviera confinado en esta glorieta, tendría resueltas la mayoría de mis necesidades: estoy en un microclima autosuficiente que podría darle la espalda al mundo para siempre. Mi registro arroja los siguientes datos (circunscritos sólo al anillo interior de la glorieta): dos farmacias, una joyería de fantasía, un establecimiento de lotería, baños públicos, tres librerías, dos negocios de telefonía, una tienda de productos vegetarianos, dos pizzerías, dos panaderías, dos estéticas, un revelado de fotos, dos centros culturales, dos fondas, una miscelánea, ¡trece! establecimientos de internet, impresiones y fotocopias, una heladería, un local de videojuegos, una tienda de cómics, un minisúper, una contraloría y puñados de boleros esperando a que alguien se disponga a leer la prensa gore mientras le sacan brillo a sus castigados zapatos. El comercio informal zumba y pulula en el anillo exterior, baste decir que, además de toda la gama imaginable de fritangas y fayuca, destacan una microfinanciera, una sucursal de Montepío, un sex shop y un local de baile flamenco. La glorieta está coronada por la promiscuidad de viejos y nuevos anuncios espectaculares: un anuncio sesentero de Coca Cola se roza con la flamante propaganda de coches y películas y compañías aseguradoras y cremas y partidos políticos y... prefiero al buen y viejo refresco y su rotunda, caderona y trasnochada silueta, cumbre del diseño y la persuasión. Veo también, en la parte interna, un par de perezosas patrullas de policía y una camioneta que se hace llamar “el condomóvil”. Hay relaciones instantáneas, sinápticas, sobre las que uno no tiene control, y yo pienso: ojalá los polis usen condón. La imagen no me parece grotesca porque aquí nada lo es.

Esta espiral urbana es, de hecho, un distribuidor vial y, como tal, supongo que no se le concibió originalmente como un lugar para quedarse sino para ser atravesado, acaso fugazmente visitado. No obstante, me dicen que no hace mucho los emos hicieron de esta hormigueante intersección una especie de cuartel. Entendieron la situación estratégica del oasis feo pero solidario: la glorieta de Insurgentes como búnker. Pero yo no veo emos, o tal vez no sé identificarlos, o no es hora, o emigraron, o ya se los madrearon a todos. Lo que sí sé es que coincido con ellos: yo también podría replegarme aquí.

Alzo la vista para despejarla con un círculo de cielo y, al bajarla, me topo de frente con el “monumento al sereno”. Creo que al escultor no le quedó muy bien, porque este sereno parece un niño y lo que uno espera es un vigilante, un proto-policía encargado de rondar de noche por las calles y proteger a los ciudadanos. Al menos así lo anuncia la placa: que la figura del sereno inauguró oficialmente, en 1792, la seguridad pública en el DF.

Hay un sereno más lírico, el que cantaba en voz alta la hora y el tiempo que hacía. Supongo que de ahí su nombre: “las once y tooooodo sereeeeno”. ¿O vendrá de la humedad que produce la noche, que también se llama “sereno”? El sereno era también el dependiente que prendía las farolas de gas. Antonio García Cubas, cronista de la ciudad de México de finales del siglo XIX y principios del XX, los menciona al pasar, al final de una descripción de un paseo nocturno que culmina “a deshoras”: “En nuestro tránsito sólo encontramos a uno que otro sereno soñoliento en el umbral de una puerta, a otro atizando un farol, trepado en lo alto de su escalera de tijera, y a otro, en fin, que conduce a un borracho a la cárcel municipal”.

Es hora de irse. Aunque impera un constante ruido y esta glorieta hierve, yo me descubro en apacible calma. Las dos y todo sereno.

fdm