Lecturas de verano

Lecturas de verano
Por:
  • Pacotest

Hace unos días regalé el Cuarteto de Alejandría como una lectura netamente veraniega. Se trata de la tetralogía (Justine, Balthazar, Mountolive y Clea) que el escritor Lawrence Durrell publicó entre los años 1957 y 1960 y que en su momento y durante un largo tiempo fue un aclamado éxito de ventas.

Ahora me temo que no tanto, aunque el Cuarteto se sigue reeditando y supongo que leyendo en estas épocas del año: el verdadero personaje de la historia, más que los nombres que encabezan cada uno de los cuatro libros, es la ciudad solar de Alejandría: sensual y solar, y con una tensa calma previa a la Segunda Guerra Mundial que se siente en sus páginas. Prosa singularísima la del también poeta Durrell (traducida, al menos en Justine, por Aurora Bernárdez, la primera pareja de Julio Cortázar), me pareció una lectura idónea para el letargo del verano (se me ocurre otra de inmediato: Mi familia y otros animales, del hermano menor de Lawrence Durrell, Gerald, y que cuenta la estancia de su familia — hermanos y recién enviudada madre — en la isla griega de Corfú a mediados de los años treinta, con especial atención en su fauna —Gerald fue naturalista — y redactada con un sentido del humor que nos mantiene con una sonrisa de principio a fin del libro).

Es que hay libros para leer bajo el sol y hay libros que no. Ningún narrador ruso, a mi entender, es lectura para hacer la fotosíntesis, ni tampoco los rigurosos filósofos alemanes: queremos lecturas ligeras, intrigas que nos enganchen y hagan olvidar el mundo del caos y la responsabilidad.

Curiosamente, hace poco me compré una novela, no escrita por un ruso pero sí sobre un ruso, que pienso leer en bermudas: se trata de El ruido del tiempo, de Julian Barnes, y es la historia del joven Shostakovich, aterrorizado porque la mirada de Stalin ha caído sobre él y denunciado su última ópera.

Barnes, más bien afrancesado, perfila la vida del gran compositor y de paso traza con su prosa elegante la evolución de la Unión Soviética. Me urge leer.

Otra lectura perfectamente ad-hoc para estos días es la obra de Henry David Thoreau, el gran individualista gringo autor de ese clásico llamado Walden. Pero esta vez yo le eché el guante a Cartas a un buscador de sí mismo, correspondencia de trece años de duración en la que el también autor del influyente ensayo Desobediencia civil aconseja a Harrison G. O. Blake sobre cómo vivir una vida más “verdadera” (“mindful”, se diría, según la moda, hoy en inglés). Cada párrafo de Thoreau es una delicia y a veces un enigma, y en el formato carta lo encontramos más suelto e imperfecto, crudo, improvisando: una perfecta oportunidad para acercarnos a su prosa desde una nueva perspectiva.

No quiero terminar sin registrar aunque sea un libro de poesía (no hay mejor gimnasia para el alma que la lectura de poesía). Y aquí no tengo dudas: al mar me llevaré Pleno verano, la poesía selecta del recién fallecido Premio Nobel Derek Walcott, traducida por el poeta veracruzano José Luis Rivas. Todo en la poesía de Walcott remite al mar, como el principio de este poema (y final de esta columna) titulado Archipiélagos, en que Walcott recuerda al autor de la Odisea: “Al final de esta frase, comenzará la lluvia. / Al filo de la lluvia, un velero”.

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