Libertades, expresiones y pedradas

Libertades, expresiones y pedradas
Por:
  • larazon

Fernando Escalante Gonzalbo

El episodio de Tepito de hace unos días, el pleito entre vendedores ambulantes y maestros de la CNTE, es revelador. Y el confundido silencio con que se ha dejado pasar es igualmente revelador. Faltaría que quisiéramos caer en la cuenta. Los comerciantes vieron pasar una vez más una manifestación de maestros, y los apedrearon. Así de simple. Alguna crónica recoge un grito que sirve de resumen: “¡Por la culpa de esos culeros cerró el puesto mi prima…!”. Después los culeros llamaron a los otros “agachados”, los agachados se armaron de piedras y palos.

Estamos acostumbrados a los bloqueos, a que se cierren calles, autopistas, edificios, durante horas, a veces días enteros. Y a que se instalen campamentos de meses en cualquier plaza, a media calle. Si pasa a mayores, si sube mucho la temperatura, dos o tres artículos en la prensa discuten sobre los intrincados dilemas de la libertad de manifestación y la libertad de tránsito —que es una simplificación abusiva, una discusión que termina en cola de pez. El editorial de La Jornada, al día siguiente de la gresca en Tepito, era una ensalada de palabras de un lenguaje cifrado: criminalización, lucha, descontento, empatía, pacífico, legítimo, protesta, linchamiento. Nada es lo que parece, nada significa exactamente lo que la palabra dice, y de cualquier modo, el periódico no duda, en ese pleito de callejón hay que estar con los culeros y no con los agachados. Algo así.

Vale la pena glosar el editorial, porque muestra los límites de nuestro lenguaje, lo que no somos capaces de decir. Empieza con un reparo: unos y otros “pertenecen a sectores tradicionalmente discriminados, excluidos, violentados en sus derechos y libertades”. Es para matizar cualquier cosa que se diga de ellos, para disculparlos de antemano. Si se piensa un poco, el apunte es extraño: se refiere a los maestros que cobran su quincena religiosamente, y sus bonos, y a los ambulantes de Tepito. O sea, que es una exageración bastante gruesa decir que son excluidos, violentados en sus derechos y libertades. No tiene la misma calidad dramática, pero parece más realista decir que son dos de las corporaciones básicas del sistema político del siglo pasado. Y el panorama se aclara un poco.

El editorial sigue con el agravio, la violencia incomprensible contra “quienes se manifiestan en uso de sus derechos constitucionales”. El resto es la protesta, la lucha “pacífica y legítima”, y la “campaña de linchamiento”, la “satanización mediática” y la “cosecha de fobia”. En resumen, la sociedad “debe comprender… que la lucha es un ejercicio legítimo y atendible”. Y se pide lo mínimo: “reflexión, contención y mesura”. Ya estamos en el punto en que no se entiende casi nada, donde la sociedad, “y especialmente los sectores populares”, tienen que hacerse cargo de la protesta —y sufrirla con resignación. Eso dice La Jornada. No la burguesía, el Estado, los poderosos, las fuerzas represivas, la oligarquía, sino “los sectores populares”: ¿no es un poco raro que haya que pedirles contención y mesura?

El problema es que la libertad de expresión, la libertad de manifestación, se nos han ampliado hasta incluir casi cualquier cosa. Y manifestarse es por definición algo pacífico. Plausible. Frente a eso sólo queda la ridiculez de la libertad de tránsito, que es apenas la prisa del burócrata que no quiere llegar tarde a la oficina —en realidad, un pretexto para pedir mano dura. Bajo esa luz pone nuestro lenguaje público el episodio de Tepito. Pero incluso los lectores de La Jornada intuyen que hay algo más.

En el sistema de protesta de la ciudad de México se han ido haciendo cada vez más frecuentes y más agresivos los bloqueos, mucho más largos los plantones. La gritería en la calle se da por descontada, las mantas y pancartas no le interesan a nadie, con diez o doce manifestaciones diarias nadie presta atención, y conforme se normaliza el peso de los votos, disminuye la influencia de la calle. La alternativa es subir el tono, impedir el paso, cerrar los edificios, instalar un campamento de meses, o sea, agredir a otros ciudadanos, impedirles trabajar, caminar, entrar o salir de un edificio. En serio: no hay nada pacífico en el empleo de la fuerza para impedir a la gente pasar, entrar a la ciudad, llegar al aeropuerto, salir de su oficina, de una tienda, ir a su casa o a donde sea —ni puede ampararse eso bajo la libertad de manifestación, ni se afecta sólo la libertad de tránsito. Por cierto, no se trata de llamar a los granaderos, sino de llamar a las cosas por su nombre.

Normalmente, el enfrentamiento no pasa a mayores porque se hace víctima a una colección desorganizada de individuos. Pero si son los transportistas de Veracruz o los ambulantes de Tepito, no es tan sencillo. Nuestro sistema de protesta admite las agresiones entre ciudadanos como recurso de extorsión: es difícil tolerarlas ilimitadamente para unos, e impedirlas rigurosamente para otros —hasta en La Jornada lo saben. Algunos sí saben a qué están jugando. A la fuerza se cierra una calle, a la fuerza se abre. Primera llamada.