Lo mío y lo tuyo

Lo mío y lo tuyo
Por:
  • Pacotest

Antes, mucho antes de que los seres humanos tuviéramos lenguaje, antes de que pudiéramos concebir pensamientos expresados en primera o en segunda persona, la vida era una lucha a muerte por los limitados recursos disponibles: alimento, vivienda, herramientas.

Las palabra “mío” es una de las más antiguas de la humanidad: aún huele a sangre y a cueva. Pero observe usted como también es una de las primeras que aprenden los niños: “¡mi mamá!”, ¡mi galleta!”, “mi juguete!”. Los seres humanos empezamos a entender el elusivo significado del pronombre personal “yo”, por nuestro uso previo de las frases contundentes en las que resuena la palabra “mío”.

En el mundo primitivo, lo mío era no sólo lo que yo había conseguido por mi propio esfuerzo —o,

como ahora diríamos, por mi trabajo— sino lo que podía defender de la ambición de los demás. La fruta que yo bajaba del árbol y que no comía de inmediato, la fruta que guardaba para mañana, era mía mientras podía impedir que otro me la arrebatara y la hiciera suya. Lo mío era lo que yo no permitía que se convirtiera en lo tuyo. Por lo mismo, sin el poder efectivo para defender lo que poseía, no era dueño de nada. Sin la amenaza real de violencia contra el otro, nada era mío.

En el mundo civilizado vivimos bajo la ilusión del concepto de propiedad. Esta fantasía es creación de nuestras leyes. Lo mío es de mi propiedad, se supone, porque tengo un derecho certificado a ello. La propiedad, así entendida, es la posesión legítima garantizada por la fuerza del Estado. Pero las facturas, los títulos y las escrituras no son, a fin de cuentas, más que pedazos de papel; lo mismo que las sentencias, los códigos y los decretos. Además, el Estado no siempre es capaz de proteger nuestros bienes. Es más, muchas veces es el propio Estado quien nos los arrebata. En casos como esos, el individuo tiene que protegerse no sólo de otros individuos, sino del Estado que, con la ley en la mano, puede quitarnos parte o incluso todo lo que poseemos. Eso fue lo que sucedió en el siglo anterior. En los países comunistas, el Estado robó a los individuos con el argumento de que ya no habría lo mío y lo tuyo, para que todo fuese nuestro. Se pensaba que el colectivismo produciría la armonía entre los seres humanos, que ya nadie sería infeliz. Como sabemos, la realidad fue muy distinta.

Lea con atención, estimado lector: la historia nos enseña una y otra vez dos amargas lecciones. La primera es que algo es suyo en la medida en la que usted mismo puede defenderlo por la fuerza. La segunda es que para proteger sus bienes no puede confiar en nadie más y mucho menos en el Estado.

guillermo.hurtado@3.80.3.65

Twitter: @Hurtado2710