Lo que no tiene nombre

Lo que no tiene nombre
Por:
  • Martin-Vivanco

Termino de leer Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett. Un libro que se lee como ensayo, pero en el fondo es carta de despedida, es expediente de sufrimiento; es, también, una expiación del dolor más grande que puede sentir una madre: el suicidio de su hijo.

“Daniel murió en Nueva York el sábado 15 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años y llevaba diez meses estudiando una maestría en la Universidad de Columbia”. Daniel murió, sí. Daniel se mató al aventarse al vacío desde un sexto piso. El libro teje la historia del sufrimiento de Daniel y de Piedad, su madre. Daniel sufría de una enfermedad mental que lo alienaba de sí mismo. Una especie de esquizofrenia aguda que no lo dejó vivir.

Su madre, Piedad, nos cuenta la historia con una objetividad apabullante. A veces uno olvida que es su madre –la mamá del hijo muerto– la que escribe el relato. Lo que más me impresionó fue que Piedad parece hacer las paces con el suicidio de su hijo. Uno no nota ningún atisbo de reclamo, ni una señal de enojo por el abandono, sino que el texto es más un abrazo que intenta franquear los límites de la vida para penetrar en el mundo de la muerte y siempre acompañar a su hijo. El libro debe ser una parte del duelo de una madre que vivió lo que, efectivamente, no tiene nombre.

Cuando empecé a leer el libro irrumpió en México la noticia de que Javier, Daniel y Marco habían sido asesinados en Jalisco y sus cuerpos disueltos en ácido. La noticia me estremeció. Fue, como casi siempre, una de esas que aparecen en el escenario nacional cada cuanto tiempo, nos recuerdan nuestra horrible realidad, y luego se apagan hasta casi el olvido. Pero en mí esta noticia tuvo un efecto distinto. No pude quitármela de la cabeza por varios días. Imaginaba yo encontrarme en el momento y en el lugar equivocado y ser secuestrado. Imaginaba ser golpeado hasta la muerte. Imaginaba que eso le pudiera pasar a mis padres, a mi hermana, a mis amigos, y que nadie hiciera nada. Que se conmocionaran algunos, que se hiciera una hashtag y luego todo pasara a los sótanos del desastre nacional.

Sin embargo, había algo más que me incomodaba y que no lograba enunciar. Y era la relación que de esa noticia hice con la historia de Piedad y de Daniel. Parecería que no tienen nada en común, pero sí lo tienen. Comparten la muerte y la posibilidad de despedir al ser querido. Mientras Piedad pudo despedirse y entender las causas de la muerte de su hijo –por más devastadoras que fueron– las madres de Javier, Daniel y Marco no tendrán esa oportunidad. Por más que investiguen, por más que pregunten, nunca podrán entender cómo unos criminales mataron a sus hijos por una equivocación, por un desliz, por una mala coincidencia. Nunca entenderán qué pasó por la cabeza de quien golpeó a uno de ellos hasta la muerte y qué pasó por la mente de sus hijos cuando esto pasaba. Nunca entenderán cómo es posible disolver un cuerpo en ácido y si algo queda de ellos en este mundo. Y tampoco podrán tener el duelo de Piedad porque hasta eso les arrebataron. No hay duelo posible sin aceptación y lo que les hicieron a sus hijos es, simplemente y en todo sentido, inaceptable.

Quizá no dejé de pensar en ellos y en el libro porque lo que verdaderamente no tiene nombre es eso: la muerte sin sentido, el asesinato y la barbarie como normalidad cotidiana. Las madres de Javier, Daniel y Marco no tendrán la prosa de Piedad y no podrán intentar siquiera nombrar lo que sienten. Pero todos debemos tratar de nombrar esa barbarie. Debemos recordar que sucesos así no suceden cada seis meses, sino a diario en nuestro país. Debemos nombrarlo porque de cierta manera todos somos responsables de mantener la noticia en nuestra memoria y hacer algo para curar a este país que cada vez se enferma más.