Los paseos con papá

Los paseos con papá
Por:
  • claudia_guillen

Creo que, a casi todos, cuando nos hablan de una ciudad en la que nunca hemos estado físicamente, poseemos la posibilidad de llevar a cabo una suerte de trazo que proviene de nuestro imaginario y que definirá sus características. Así, por ejemplo, si se hace referencia a la Torre Eiffel automáticamente la asociamos con París. O bien, si paladeamos una pasta sabemos que la mejor podremos probar siempre será la que comeríamos en Italia.

Es decir, la gastronomía, la fisonomía y la gente que habita cada territorio integran, en su conjunto, ese trazo de ciudad que puede venir de cómo la visualizamos sin conocerla o conociéndola.

Cuando hace más de cuatro décadas, y yo era niña; la Ciudad de México era ya una de las grandes ciudades del mundo. Cada zona contaba con una particularidad que le daba un toque especial. Me remito a cuando una de las mayores aventuras, de los finales de los años sesentas, era ir a la Torre Latinoamericana para observar —desde el piso 44 y tomando una limonada— cómo se esparcían, sin quitarle peso una a la otra, la Alameda Central, el Palacio de Bellas Artes y el Palacio de Correos, todos ubicados en el primer cuadro de la ciudad.

Mi padre fue un hombre que nació en el siglo XX, pero soy una convencida que su espíritu estaba sembrado en los pensamientos finales del siglo XIX. Huérfano, casi siendo niño, tuvo como figuras tutelares a don Isidro Fabela y José Vasconcelos. De ellos hereda esa pasión por exaltar todo los que pertenecía a nuestra nación, pues era de una gran riqueza por el conjunto de sus diversidades.

Quizá, por eso, don Fedro disfrutaba fatigar las calles del centro de la Ciudad llevándome de la mano. Así, yo me convertí en un testigo, no sólo de cuando entregaba sus artículos en los diarios, ya desaparecidos, como el Novedades y el Nacional. Sino, también, cuando me mostraba cuáles habían sido los lugares donde realizaban tertulias los Contemporáneos y otros grupos que fundaron parte de la tradición cultural nuestro país. Sin que dejara a un lado los espacios en que había ocurrido las cruentas batallas del México en que el general Huerta había derrocado al presidente Francisco I Madero. Y cómo se había ensañado con el hermano de éste en la Plaza de Tolsá, en donde se encuentra la Biblioteca José Vasconcelos y el metro Balderas.

Siendo hoy un referente para muchos, este sistema de transporte subterráneo, en el último año de la década de los sesenta se estrenaban aquellos trenes naranjas que viajaban a la velocidad del rayo y, que, y era tan impactantes que quienes no subíamos a ellos podíamos imaginar que estábamos entrando un “túnel del tiempo”, que nos llevaría por lugares recónditos e insospechados.

Hacia el norte, la ciudad se extendía, y a mi padre le interesaba internarse en ella como si al palparla se apropiara, aunque fuera de un poco de su aliento. Por ello para él era importante tomar otros senderos, aunque éstos nos llevaran más tiempo para llegar al destino deseado. El tío Julio se había mudado a vivir a un nuevo concepto de construcción urbana: Ciudad Satélite. Las casas, en su mayoría y desde mi memoria, eran de un solo piso y se encontraban armónicamente acomodadas en las calles cercanas a las “modernas” Torres de Satélite.

Pero también tomábamos, con cierta frecuencia, rumbo al sur profundo para llegar a Xochimilco. Y así pasear en las trajineras que iban adornadas por colores y flores, y que tenían la peculiaridad de que una cada de estas balsas mostraba un nombre femenino. De esta forma, por ese canal, deambulaban Lupitas, Marías, Conchitas, quienes trasportaban a los paseantes que disfrutábamos de aquel clima y de su vegetación.

En noviembre hacíamos un recorrido por Milpa Alta. Esa zona que parecía ajena a todo lo que acontecía en el Distrito Federal de aquellos años setentas. Ahí se percibía cómo quienes la habitaban cuidaban su origen precolombino y, por ende, mostraban un gran respeto por su reserva ecológica. Este territorio, uno de los más grandes del Distrito Federal, y eran fieles a la lengua náhuatl, como lo siguen siendo hasta nuestros días.

La celebración del Día de muertos, motivo por el que íbamos con papá justo en ese penúltimo mes del año: se aderezaba por olores de su espacio natural que se entremezclaban con los olores humeantes que salían de los guisos que se preparaban para tan importante ocasión. Oscureciendo la luz de las veladoras bailaban al ritmo del viento y sobresalía, aún más, cómo cada quién había acicalado la tumba donde reposaban sus muertos.

Los años han pasado y gran parte de la Ciudad de México cuenta con otro rostro. Sin embargo, hay lugares que siguen intactos y uno de ellos es la ahora llamada Delegación de Milpa Alta. En donde, al igual que antaño lo hacía con mi padre, puedo ir a pasear y encontrarme con aquel recuerdo, intacto, de esos espacios que preservan su cultura y que se muestran generosos pues no los ha llegado a desdibujar la mancha urbana, como a quien esto escribe no se le ha desdibujado la memoria de los paseos con papá.

Nos vemos el otro sábado, si ustedes gustan.

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