Malestar en la crítica

Malestar en la crítica
Por:
  • larazon

En México no estamos acostumbrados a la crítica abierta, directa, franca, con respecto a quienes se dedican, precisamente, a ejercer la crítica. Los intelectuales, los expertos, los periodistas, los profesionales de la opinión, gozan de una especie de fuero mediático que les permite decir lo que sea sin asumir mayores costos, sin que haya el hábito de hacerlos responsables por lo que dicen.

Son raras, rarísimas, las ocasiones en que alguno de nuestros figurones vuelve sobre sus pasos para hacerse cargo de una incongruencia, para corregir algún error o explicar un cambio de opinión. No se trata de un detalle menor sino de un rasgo característico de eso que se ha dado en llamar nuestra “comentocracia”: que casi nadie llama a cuentas a casi nadie más. El resultado es una conversación pública en la que todo vale, en la que reinan la improvisación, la vanidad, la estridencia, la frivolidad. Una conversación pública que como eso, como conversación , a duras penas existe.

Ahí está, por ejemplo, la legión de eufemismos que se emplean todos los días en la prensa para no referirse por su nombre y apellido a personas concretas (“algunos sostienen”, “se ha dicho”, “no faltan quienes aseguran”), como si las ideas a las que se alude de ese modo se hubieran pensado solas. Ahí está, asimismo, la rutina de hacer oídos sordos, de no responder a las críticas cuando las hay, para no dignificarlas ni reconocer como interlocutor (“hay niveles”) a quien las formula. Y ahí están, también, las inagotables variaciones de la falacia ad hominem , es decir, el manido recurso de descalificar personalmente al crítico (insultándolo, imputándole “mala leche”, pretendiendo que sus simpatías o afiliaciones ponen en entredicho la validez de lo que dice) en lugar de rebatir, con argumentos, la crítica en cuestión.

Tan ajena nos resulta la crítica de la crítica que cuando alguien la ejerce explícitamente tendemos a interpretarla como si se tratara de un “ataque”, un “ajuste de cuentas”, una “marcaje personal”, una forma de “intolerancia” o un intento de “censura”. Es decir, como todo menos como crítica: nada más, pero nada menos.

En esa dificultad para admitir que los críticos también son susceptibles de ser criticados, en ese ostensible malestar de la crítica en la crítica, hay un resabio, me parece, de aquella vieja representación autoritaria que por tanto tiempo imperó (¿o impera aún?) en nuestra cultura política: la del intelectual, en su sentido más general, como portavoz de los sentimientos de la nación, como aquella figura sacerdotal que convertía el espacio público en su púlpito particular y, al hacerlo, hablaba más por que para los ciudadanos.

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