Naturaleza muerta hoy

Naturaleza muerta hoy
Por:
  • guillermoh-columnista

En las naturalezas muertas se retratan vituallas y flores acomodadas en espacios domésticos. Cuando exhiben comestibles, los cuadros suelen incluir platos, vasos, cubiertos y utensilios afines, y cuando muestran arreglos florales, incorporan jarrones, libros, relojes e instrumentos varios. A las pinturas del primer tipo se les llamó en España bodegones y a las del segundo, floreros. Del género de la naturaleza muerta —y, en particular, de los floreros— se desprendió el subgénero de las vanitas. En este tipo de pinturas se retratan, junto a las flores y viandas, cráneos u otros objetos semejantes que significan no sólo la brevedad de la vida, sino la vanidad de las cosas humanas.

La filosofía predominante en las sociedades secularizadas nos enseña algo distinto: las personas no somos criaturas

Si las metáforas son históricas también son perecederas. Nuestro miedo es que la frase “naturaleza muerta” deje de ser una metáfora para convertirse en un certificado de defunción. Imaginamos un mundo en el que, en el peor de los casos, la naturaleza ya no existe porque se ha extinguido o, en un escenario un poco menos catastrófico, se conservan sus vestigios en condiciones artificiales. Cuando la frase “naturaleza muerta” deje por fin de ser una metáfora será porque ya no habrá más metáforas.

¿Qué tipo de naturaleza muerta puede crear un artista cuando se ha anunciado la muerte de la naturaleza? ¿Cómo crear una naturaleza muerta hoy?

Examinemos la pieza Lejos del rebaño del artista británico Damien Hirst. Un inocente corderito se aleja de su manada y queda atrapado en una pecera de formol. ¿Por qué? ¿Se trata de la evocación de un sacrificio? No hay respuestas. Lo que en cambio resulta evidente es que nos hallamos frente a naturaleza muerta perfecta: el animal no podría ser más natural, puesto que es real, y, por eso mismo, no podría estar más muerto. Hirst ha alcanzado la última frontera del género. Como sucede con este tipo de obras, el título es un elemento indisociable de su mensaje. El rebaño al que alude el rótulo podría significar la Iglesia de Roma, la tradición judeocristiana o la civilización occidental en su conjunto. No pocos se sienten suspendidos, como el cordero de Hirst, por haberse separado de su rebaño ancestral. Y los más pesimistas añadirían que no es poca cosa que aún pueda expresarse esa experiencia con una metáfora.

[caption id="attachment_786677" align="aligncenter" width="1417"] Lejos del rebaño, del artista británico Damien Hirst.[/caption]

El barroco de la Contrarreforma consideraba que los seres humanos podemos vencer a la muerte porque, además de personas, somos criaturas. La filosofía predominante en las sociedades secularizadas nos enseña algo distinto: las personas no somos criaturas, ni siquiera somos sustancias, sino sujetos evanescentes en autoconstrucción permanente. Nuestra naturaleza ya no nos define. ¿Hay manera de recobrar algo de aquella concepción barroca? Si lo barroco, como declaraba Eugenio D’Ors, es una categoría cultural constante, siempre habrá un arte barroco cuyas manifestaciones aguardan las lecciones que podamos extraer de ellas.

Imaginamos un mundo en el que, en el peor de los casos, la naturaleza ya no existe porque se ha extinguido o se conservan sus vestigios en condiciones artificiales

Hirst es autor de una magnífica pieza que ha sido interpretada como un ejemplo contemporáneo del género de las vanitas. Por el amor de Dios es un cráneo de platino totalmente recubierto de diamantes finísimos. Ninguna obra de arte ha alcanzado jamás mayor precio y, sin embargo, sabemos que llegará el día —quizá en miles de años— en que acabará arrumbada, como cualquier cachivache, en algún rincón. No es ésta, sin embargo, la única interpretación que se ha hecho de esta pieza. Hirst ha declarado que Por el amor de Dios está inspirado en los cráneos adornados con piedras preciosas de los entierros mesoamericanos. Esta pista apunta en una dirección que eventualmente pasa por la original cultura barroca que se gestó en México a partir del siglo XVI. Visto así, Por el amor de Dios no es una vanitas, por el contrario, es una ostentosa celebración de la vida humana y, en particular, del esfuerzo por escapar de mil maneras —una de ellas, por el arte— no sólo de la condena de la muerte, sino de algo peor, de la muerte en vida, de aquello que Baltasar Gracián llamó la cueva de la nada. No es éste el lugar para desarrollar esta cosmovisión barroca con el cuidado que se requiere. Si me apuran, resumiría su mensaje con estas palabras: gracias a Dios, sí, pero también a nuestro ingenio, la muerte no vence del todo. ¿Se han percatado de que las calaveras sonríen?