Oliver Sacks: aprender a morir

Oliver Sacks: aprender a morir
Por:
  • larazon

Julio Trujillo

Oliver Sacks tenía 40 años (nació en 1933) cuando publicó el libro que lo daría a conocer, Despertares, su primera publicación si descontamos un estudio sobre la migraña de tres años atrás.

En esas páginas, Sacks cuenta su experiencia con pacientes que padecían encefalitis letárgica y su esfuerzo por entenderlos, antes que nada, y por sacarlos de la catatonía.

Lo hace con una prosa que es ágil y demorada al mismo tiempo, amable y transparente como un vaso de agua. ¿A qué género corresponde? Sacks mismo ofrece tres respuestas; sus textos, dice, son “patografías”, o “relatos clínicos”, o “novelas neurológicas”. La originalidad de su escritura se corresponde con la originalidad de su práctica médica, que, una vez más, él mismo describe como “ontología clínica” o “neurología existencial”. Una manera lo más cálida posible de entender la medicina, basada en esa escasísima virtud: la empatía.

A sus lectores nos fascina por esa sintaxis traslúcida que nos lleva de la mano, y también, por supuesto, por los alucinantes “estudios de caso” que presenta. La extrañeza de las enfermedades analizadas por nuestro neurólogo proviene de su decisión de adentrarse en un territorio casi ignoto del cerebro: el hemisferio derecho. “Exploré muchas tierras neuropsicológicas extrañas, los árticos y trópicos más lejanos del desorden neurológico”, nos dice, y esa aventura la emprendió consciente de que “toda la historia de la neurología y la neuropsicología puede verse como una historia de la investigación del hemisferio izquierdo”, a pesar de que “es el hemisferio derecho el que controla la capacidad crucial de reconocer la realidad que todo ser viviente debe tener para poder sobrevivir”. Cuando esa capacidad falla, se generan los desórdenes que tanto intrigan a Sacks. El poder de contagio de esa curiosidad es comprensible: el divorcio de la razón con la realidad es un tema magnetizante.

Después de Depertares vendrían otros libros igualmente notables, como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y Un antropólogo en Marte. De personalidad vitalísima, dotado de una singular sensibilidad (“Mozart me ha hecho un mejor neurólogo”), en constante contacto con sus lectores y una presencia sencilla en las calles de Nueva York, Sacks no tardó en convertirse en una especie de gurú de nuestros días a quien podíamos leer, además de en sus libros, en sus constantes colaboraciones para el New Yorker, el New York Review of Books y en su cuenta de Twitter. Una rara celebridad sin estridencias. Y gradualmente, conforme fue envejeciendo, Sacks se colocó del otro lado del microscopio y comenzó a estudiarse a sí mismo. Así hasta el descubrimiento, en febrero pasado, del cáncer terminal que el día de ayer finalmente le quitó la vida. Sacks lo supo, lo aceptó con gracia y sabiduría y comenzó a despedirse de sus lectores con un puñado de textos entrañables sobre la inminencia de la muerte que ya no se nos olvidarán.

En un ensayo famoso Montaigne dice que aprender a morir es desaprender a servir. Sacks fue un maestro de la vida porque entendió, también, que morimos. Y así se ganó su hermosa libertad. Descanse en paz.

julio.trujillo@3.80.3.65

Twitter: @amadonegro