Prótesis

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Estoy desperdiciando el disco duro de mi organismo, con todos esos megabytes que he dejado de usar. Tenía estrategias mnemotécnicas para rastrear un dato, tan sencillas como (para mí) emocionantes: conectaba, sin prisas, una cosa con otra (como si fueran los mendrugos que Hansel y Gretel usaron para desandar sus pasos) y así me iba acercando al dato, que siempre estaba ahí, a la espera de ser hallado.

O, si la estrategia fracasaba, me quedaba con esa mosca en la oreja hasta que podía consultar un libro o llevar a cabo una investigación entre cómplices.

Esa gimnasia me mantenía alerta y con el sistema bien aceitado. Hoy no puedo evitar acudir, en un segundo y medio, a la macropedia de Google que tengo a golpe de dedo. Espléndida, por cierto, construida entre todos y creciente en volumen y velocidad como la consabida bola de nieve. Imposible quejarse del estallido de la información al alcance de todos, pero está claro que esa prótesis provoca el abandono de otros músculos que se van debilitando. Mi memoria comienza a acumular polvo.

E intercambio a veces caras por perfiles, al mismo tiempo que mido simpatías contando seguidores, por no hablar de los míos propios, arcilla de mi ego. He llegado a establecer conversaciones virtuales decodificando mensajes dejados aquí y allá por personas con las que podría abrir la boca y platicar en vivo, y la incorporación del verbo estoquear a mi vocabulario es resultado de una práctica más bien triste y solitaria que ha suplido al brillo de mi curiosidad, cuyo instrumento predilecto era la imaginación. Constantemente me tropiezo con la realidad (esa distracción) por andar con la cabeza y casi el cuerpo entero metidos en el teléfono mientras camino. Tuiteo, luego existo, proyecto estos pixeles que estoy siendo.

Exagero, por supuesto, y uso la primera persona del singular para efectos dramáticos, como cuando veo algo que me llama la atención en la calle y ese algo de inmediato desaparece (pasa sobre mi vida como una brisa) para ser enmarcado en la pantallita de mi teléfono inteligente (ese adjetivo aplicado a un chip es de una plasticidad asombrosa), filtrado, embellecido y, en fin, editado hasta la sublimación y compartido en mi cuenta de Instagram, red social que no sólo ha acentuado mi miopía sino mi versión de los hechos, mi espontaneidad iconográfica. Interponer un celular entre el mundo y yo se parece mucho a taparme los ojos, a, una vez más, rendirme a la confianza de una prótesis que lo hace todo por mí.

Me gustan todos estos aparatejos, aplicaciones y comunidades virtuales, no demasiado, creo (no sé qué es Facebook), pero no puedo ignorar unas alarmas que ya brincaron hace rato por falta de mantenimiento al aparatejo que soy, superior siempre (¿siempre?) a cualquier gadget. Ahora mismo tengo la urgencia de salir corriendo de Whatsapp, de su teclado predecible (jaja), de esos emoticones que me ahorran el trabajo de sentir y describir lo que siento, para hablar en persona contigo, hacerte caras, construir un diálogo de carne y hueso. Y para que no se me olvide esta buena intención, para no perder la idea, le pondré “salvar” a este archivo abierto que también soy.

julio.trujillo@3.80.3.65

Twitter: @amadonegro