Revolución sin ton ni son

Revolución sin ton ni son
Por:
  • guillermoh-columnista

Las efemérides son aburridas oportunidades para replantear asuntos que, de otra manera, quedarían sepultadas bajo el trasiego de los acontecimientos. Este año y este mes tocó recordar el centenario de la Revolución rusa, que cambió el siglo XX para bien y para mal —más para mal que bien, diría yo—. Como hubiera sido algo extraño conmemorar directamente este suceso —que sucedió en nuestras antípodas—, instituciones culturales como El Colegio Nacional y La Revista de la Universidad de México organizaron reflexiones generales en torno al concepto de revolución en distintos campos: el arte, la ciencia y, por supuesto, la política.

Advierto en algunos de los participantes más jóvenes en estos eventos cierta añoranza por la revolución que responde, me da la impresión, no tanto a un proyecto sobre cómo debería ser el futuro, sino más bien a una insatisfacción con el presente. Esta actitud tiene aspectos positivos y negativos que quisiera comentar.

Los jóvenes intelectuales quieren cambiar el mundo, pero no saben cómo hacerlo. No está mal, nada mal. Lo que podría parecer falta de rumbo es más bien una saludable desconfianza de las fórmulas hechas, los dogmas y los manuales. Los jóvenes de izquierda ya no son leninistas ni estalinistas ni maoístas, vaya, ni siquiera son marxistas stricto sensu; son socialistas utópicos a lo Saint Simon o anarquistas mutualistas a lo Proudhon o comunitaristas new age a lo Subcomandante Galeano. ¡Qué bueno! Tienen sed de revolución pero no sed de sangre. Su idea de la revolución es más cercana a la de la experimentación artística que a la de la implementación de un plan quinquenal. Todo esto me parece bien. Ahora quisiera manifestar algunas preocupaciones acerca de este estado de ánimo.

Quienes afirman que “otro mundo es posible” pero no dicen cómo construirlo nos recuerdan aquella canción vernácula de “a todos diles que sí pero no les digas cuándo”. El peligro es que el espíritu revolucionario se disuelva en pose. El extremo de esta actitud es entender a la revolución como un gigantesco performance. Si ya no creemos en la Verdad o en el Bien o en la Justicia, la revolución se reduce a un espectáculo social post-irónico. Imagine usted lo siguiente: Un día cualquiera se convoca por medio de las redes sociales —con una serie de mensajes hermosamente diseñados— a un asalto revolucionario del Palacio Nacional. Miles de jóvenes se presentan el día de la cita en el Zócalo capitalino. No queda claro si se trata de una toma simbólica o de algo en serio. Pero eso no importa. Se proyectan imágenes, se toman millones de selfis y después de un rato cada quien se va para su casa. ¿Qué pasó? Todo y nada. ¿Pero acaso no es precisamente eso —nos respondería el enigmático teórico del movimiento— lo que siempre sucede en la historia humana?