Secuestros de alto voltaje

Secuestros de alto voltaje
Por:
  • larazon

Bertrand de la Grange

Un jefe de Gobierno sacado de la cama a punta de pistola por su propia policía para canjearlo por un terrorista capturado por Estados Unidos… ¿El guión de la última película de acción producida por los estudios de Hollywood? Pudiera ser, pero no lo es. Se trata en realidad de un acontecimiento que acaba de producirse en Libia, donde los despropósitos más insólitos salpican la vida política día tras día ante la mirada desconcertada del resto del mundo.

A sus 62 años, Ali Zeidan es un hombre tranquilo, que ha pasado tres décadas en el exilio después de renunciar a la carrera diplomática en tiempos de la dictadura del coronel Muamar Khadafi. Vivía en Ginebra y se dedicaba a la defensa de los derechos humanos. Se implicó a fondo en la revolución, que derrocó el régimen en 2011 con el apoyo de la OTAN, y volvió a Trípoli, donde fue escogido hace un año por el Parlamento para dirigir el Gobierno.

Abu Anas al-Libi, que se llama en realidad Nazih al-Ruqai, ha tenido una vida bastante más agitada. Estuvo al lado de Osama bin Laden en los años 90 y está acusado de haber participado en la preparación de los atentados de 1998 contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania (más de 200 muertos, en su inmensa mayoría población local). Vivió luego en Afganistán con su familia, hasta que las tropas de la OTAN les obligaron a huir hacia Irán, donde fueron encarcelados varios años —los ayatolas chiíes son enemigos acérrimos de los suníes de Al Qaeda—.

Como Ali Zeidan, Abu Anas al-Libi ha vuelto a su país con la revolución. A sus 49 años, llevaba una vida tranquila en un barrio popular de Trípoli y, según su familia, se había alejado de Al Qaeda. Sin embargo, seguía vigente la recompensa de 5 millones de dólares ofrecida por Washington para cualquier persona que informara sobre el paradero de ese terrorista. Y pasó lo que tenía que pasar: un comando de encapuchados interceptó al antiguo compañero de Bin Laden cuando llegaba a su casa después del rezo del alba en la mezquita del barrio. Unas horas después, el hombre ya estaba a bordo de un barco de guerra estadounidense frente a las costas libias.

Esta operación encubierta tiene mucha similitud con la captura, en 1994, del terrorista venezolano Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, que se había puesto al servicio de la causa palestina. Carlos fue secuestrado en Jartum (Sudán) por sus propios guardaespaldas, que lo entregaron a la policía francesa. Ha sido condenado a cadena perpetua por el asesinato de dos agentes de los servicios franceses.

En aquel caso, parece que el Gobierno sudanés cerró los ojos. Las cosas no son tan claras con el secuestro de Abu Anas al-Libi. Zeidan niega tajantemente haber sido informado con antelación de la operación e, incluso, la ha condenado por considerarla ilegal y violatoria de la soberanía nacional. Como gesto de desagravio, el primer ministro se reunió con la familia del yihadista. No sirvió de mucho: poco después de ese encuentro, varios hombres armados irrumpieron en la habitación del hotel donde se aloja permanentemente por motivos de seguridad, y se lo llevaron.

No se trataba de una de esas milicias yihadistas que siguen armadas hasta los dientes, como tantos grupos que han participado —o no— en la revolución y se resisten a regresar a la vida civil. Eran miembros de una fuerza recientemente creada para luchar contra el crimen y adscrita al ministerio del Interior. Intentaron justificar su actuación con una falsa orden de la fiscalía por una acusación de corrupción.

Era una patraña para tapar los motivos reales del secuestro de Ali Zeidan: lo soltarían a cambio de la liberación de Abu Anas al-Libi. Como si un terrorista responsable de la muerte de 200 personas tuviera el mismo valor que un jefe de Gobierno democráticamente electo. Reconforta ver que los libios no quisieron entrar en ese juego repulsivo. Tampoco los líderes islamistas, que actuaron con rapidez y contribuyeron a la pronta liberación del primer ministro.

Y no es porque Zeidan sea un hombre popular después de casi un año de desgobierno —no ha logrado meter en cintura a las milicias díscolas y, tampoco, ha podido restablecer la producción petrolera, paralizada desde hace tres meses por un grupo armado—, pero los libios son bastante pragmáticos a la hora de escoger entre dos opciones tan opuestas: por un lado, un primer ministro abierto al mundo y con un historial democrático, y, por el otro, unas milicias que promueven una interpretación oscurantista del islam.

Digan lo que digan muchos analistas y la prensa internacional, Libia no quiere parecerse a Somalia, ese Estado fallido. Aspira a ser Dubái y, con su enorme riqueza petrolera y una población de apenas 6 millones de habitantes, tiene todo para lograrlo.

bdgmr@yahoo.com