Stranger Things: trece otra vez

Stranger Things: trece otra vez
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Estudié primero de secundaria en la escuela Mattson Junior High, en el pequeño pueblo de Kent, estado de Wa-shington. El año era 1982. Fue un año de intensa soledad, al principio, que precedió a una intensa adaptación y luego a un intenso (llegué a creer que irreversible) agringamiento.

De ese año aprendí a hablar inglés fluidamente y para siempre, a estar solo y a entender (a la manera de un preadolescente) los claroscuros de esa contradictoria maravilla que eran los Estados Unidos en los flamantes años ochenta.

En la escuela, donde parecíamos uniformados con jeans acampanados y un lamentable peinado lacio y partido en dos que nos hacía parecer integrantes de la familia Osmond a todos, estábamos perfectamente divididos por aptitudes o, en el peor de los casos, por descarte: podías ser de los atletas (yo avancé en beisbol pero no llegué a formar parte del equipo), de los músicos, de los estudiosos, de los lectores (mi nicho natural), de los grillos, de los rebeldes… Y si no entrabas en ninguna categoría (había muchas más), volteabas alrededor, reconocías a los otros descastados y pasabas a formar parte de los raros inadaptados. Con un inglés balbuciente y una agresiva introspección, yo pude formar fácilmente parte de ese último grupo si no hubiera sido por algunas lecturas y algunas respuestas correctas que nadie más tuvo a mano para lucirse frente a los maestros.

Así, pues, fue desde el Club de Lectura donde comencé a dar mi batalla por adaptarme y formar parte genuina de esa comunidad. Era una especie rara de “nerd”, con mis lentes de gota siempre metidos en un libro e inseparable de los dos compinches con los que agoté toda la Hardy Boy Series y aquella otra colección de aventuras llamada The Three Investigators y que coordinaba, según yo, Alfred Hitchcock. Eso por un lado, pero secreta y clásicamente estaba fascinado por el mundo de “los otros”, los atletas y las porristas que me parecían una especie aparte pero no inaccesible: siempre hice lo que pude, arriesgando el fracaso y la humillación, por estar un poco ahí. Me recuerdo a los trece años, en pleno proceso de metamorfosis biológica, caminando por la nieve, melancólico, dividido, buscando un lugarcito en el mundo y escuchando en mis Walkman, una y otra vez, las canciones de Toto IV, especialmente “Africa”, que me permitía escapar del aquí y ahora y entregarme a la ensoñación.

Fue 1982 un año de aventuras en bici, acompañado siempre de mi perro Denali (como la montaña), de sueños y fantasías tan realistas que a veces parecían encarnar en la realidad, del primer amor y subsecuente desamor, de maravilla y misterio. Por todo ello, cuando vi la serie Stranger Things, dedicada a esos mismos meses en ese mismo país con esa misma cultura, y cuyos protagonistas pudimos ser mis dos compinches, mi perro y yo, no pude parpadear hasta haber terminado de absorber sus ocho fascinantes horas de duración. Stranger Things no sólo es la réplica perfecta de aquella época, sino también de la mente (poblada de misterio) de los niños preadolescentes que la vivieron. Al verla, sentí que regresaba, no sólo a Kent sino a mis trece años: aquellos que viví en las entrañas de un imperio que aún tenía algo de inocencia y podía postular la existencia de una dimensión desconocida.

Bombazo de nostalgia, Stranger Things es un viaje directo y sin escalas al pasado inmediato y a muchas de las fantasías que lo caracterizaron. No se la pierdan.

julio.trujillo@3.80.3.65

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