Tesoros de los libros viejos

Tesoros de los libros viejos
Por:
  • guillermoh-columnista

Amo las librerías de viejo o de segunda mano —como usted elija llamarlas—. Siempre prefiero una primera edición que una edición posterior y si la encuentro y puedo comprarla no dudo en hacerlo. No me molesta que a veces los libros estén empolvados, manchados, huelan a humedad, tengan las portadas rotas, las hojas dobladas y amarillentas, los renglones subrayados o los márgenes anotados con observaciones inteligentes o imbéciles. Todas ésas son características de una vida previa, de un uso honorable, de un camino recorrido, que le dan a los libros viejos la misma dignidad de una persona de la tercera edad. En las librerías de nuevo o de primera mano, los libros ahora vienen envueltos en un himen de plástico que resguarda su virginidad desde que salen de la imprenta hasta que los paga el cliente. Ese envoltorio me molesta sobremanera porque impide que abramos el libro en la tienda para darle una ojeada, revisar el índice, examinar su tipografía o la calidad del papel. Y es que todo eso se debe tomar en cuenta antes de comprar un libro. No bastan la portada y la contraportada para apreciar su valor integral. Por eso yo arranco sin piedad ese pellejo transparente, aunque los dependientes del establecimiento me miren feo.

 

Un libro antiguo o simplemente viejo puede ser, como ya dije, un tesoro. Pero muchas veces guarda dentro de sus páginas todo tipo de recuerdos, pistas y enigmas. Lo más común es encontrar separadores. Los hay de todos tipos: desde los de la más fina piel, hasta los del cartón más corriente

 

Quien ha hecho la apología más elegante, más simpática de los libros usados entre nosotros fue el gran Salvador Novo. En una obra llamada La defensa de lo usado y otros ensayos —publicada por la Editorial Polis en 1938— el poeta defendió la existencia y la compraventa de todo tipo de objetos usados, incluyendo, claro está, a los libros. Un antecedente español del ensayo de Novo es el magnífica escrito de Ramón Gómez de la Serna intitulado El rastro (Editorial Prometeo, 1910), en el que describe con su estilo inigualable el mercado madrileño conocido así; equivalente al de la Lagunilla en la Ciudad de México.

[caption id="attachment_664450" align="aligncenter" width="696"] Un hombre revisa títulos en una librería de segunda mano de la calle Donceles, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Foto: Archivo Cuartoscuro[/caption]

Cuando era joven visitaba la larga sección de libros de La Lagunilla para comprar publicaciones de segunda o tercera o cuarta mano —¡vaya usted a saber!— en compañía de mis amigos Alonso García Chávez y Joel Caraso. Como si fuéramos pescadores de perlas, nos sumergíamos en las pilas de ofertas para encontrar algún pequeño tesoro. No había semana que no encontráramos algo valioso. Ya de regreso en nuestras casas comparábamos nuestros hallazgos como si hubiéramos recogido pepitas de oro en el lecho de un arroyo. ¡Dichosos tiempos! Ahora es dificilísimo encontrar alguna joya bibliográfica a precio de remate. Si usted quiere comprar buenos libros viejos debe tener la cartera bien rellena. Antes no era así. Un muchacho sin muchos recursos, como yo, podía hacerse de una biblioteca respetable conformada exclusivamente por volúmenes usados.

Un libro antiguo o simplemente viejo puede ser, como ya dije, un tesoro. Pero muchas veces guarda dentro de sus páginas todo tipo de recuerdos, pistas y enigmas. Lo más común es encontrar separadores. Los hay de todos tipos: desde los de la más fina piel, hasta los del cartón más corriente. Eso no es todo. La variedad de objetos encontrados dentro de los libros es incalculable. ¡Qué de sorpresas he encontrado hurgando en mis tomos viejos!

 

Ahora es dificilísimo encontrar alguna joya bibliográfica a precio de remate. Si usted quiere comprar buenos libros viejos debe tener la cartera bien rellena. Antes no era así. Un muchacho sin muchos recursos, como yo, podía hacerse de una biblioteca respetable conformada exclusivamente por volúmenes usados

 

Recortes de periódico, billetes de lotería, mustias flores secas, un trébol con menos de cuatro hojas, una nota de tintorería, la servilleta de una cafetería madrileña, un recibo de la Librería Robredo, la dirección de una mujer llamada Elvira, boletos de autobús, la tarjeta de presentación de un abogado famoso, una entrada para el estadio de Ciudad Universitaria, un papelito con la marca de unos labios rojos, la copia al carbón de una carta comercial, una lista para el mercado, una hoja con sumas escritas de prisa, cabellos blondos, castaños y brunos, estampitas de la Virgen de Guadalupe y de San Judas Tadeo, una postal antigua de Praga, una fotografía en blanco y negro de la bahía de Acapulco, la envoltura de un caramelo con sabor a miel, un programa del teatro Orientación, el retrato de una muchacha con los ojos grandes, papeletas de préstamo de bibliotecas públicas, apuntes de una clase de filosofía, talones con números telefónicos, todo eso y más he descubierto entre las páginas de mis libros viejos.