Tigres, hachas, jugos y zapatos ajenos

Tigres, hachas, jugos y zapatos ajenos
Por:
  • Pacotest

En tiempos de intolerancia, miedo y xenofobia (una y la misma cosa), nada mejor que tomarnos el tiempo de ver al otro e intentar entenderlo. Además de paciencia y algo de generosidad, este ejercicio implica un desdoblamiento difícil: salir de nuestra piel, de nuestros argumentos, de nuestras manías históricas, y ser empáticos.

Todo indica que no lo hacemos, o que no lo hacemos bien. Si la convivencia con nuestro vecino es imposible o tensa, si no cedemos en una disputa de pareja, ¿cómo haremos para entender al extranjero, con una carga cultural distinta y a veces opuesta a la nuestra? Y más: ¿cómo, con qué apertura interpretaremos al antepasado milenario, a los hombres y mujeres antiguos que ejercían sus rituales sobre este planeta hace siglos de siglos?

Me vienen a la mente, y no sé si a cuento, dos historias antiguas, de los primeros siglos de nuestra era. En una, un hombre se convierte en tigre por siete días: duplica su tamaño, le salen garras, colmillos, etc. Su hermano lo va a ver, pero el tigre lo ataca y lo mata. En ese tiempo, el tigre nunca supo que había sido un hombre, y el hombre nunca supo que se convertiría en un tigre. El tigre fue feliz siendo tigre y el humano feliz siendo humano: ambos seguían sus naturalezas y eran felices siendo ellos mismos, sin sospechar que habían sido igualmente felices siendo algo completamente diferente.

¿Podemos imaginar ser alguien, algo más? Podemos intentarlo.

La otra historia es, me parece, más conocida. Un hombre no encuentra su hacha y sospecha que su vecino se la robó. Durante semanas lo estudia, cada uno de sus movimientos parece delatarlo, el tono de su voz al decir buenos días, su manera de caminar: todo es sospechoso. Es obvio que se ha robado el hacha. Un día, el hombre encuentra el hacha en su jardín. Cuando vuelve a ver a su vecino, no encuentra nada sospechoso en él.

¿Qué tan potente es la fuerza del prejuicio? Muy.

Las herramientas contra la cerrazón son la lectura y el viaje, la observación.

La paciencia y la empatía. Fui a comprar un jugo. Las dos chicas que atendían estaban platicando muy animadas y se tardaron en prepararlo. Me desesperé (y ni prisa tenía), me iba a quejar hasta que, de hecho, me detuve a escuchar lo que decían ¡y resultó ser muy divertido! ¿Podía esperar mi jugo uno o dos minutos a que terminara la anécdota? Claro que podía, y al terminar los tres reímos y la naranja me supo más dulce que nunca.

Si tú y yo nos sentamos juntos a observar el mar, nuestras descripciones de la misma agua serán necesariamente diferentes. Por fortuna: yo no quiero clonar mi gusto y mis ideas, sino aprender de ti, complementarme con la diferencia. Y nuestra comprensión no debe ser la del turista que colecciona exotismos, sino la de quien calza de verdad zapatos ajenos y los vive y los padece y entiende que en esa horma se está escribiendo una vida, otra, simultánea a la de uno y diferente. En la porosidad nos engrandecemos, si estamos dispuestos a abrirle los brazos a aquello que no somos, que nos desuniforma y desafía.

julio.trujillo@3.80.3.65

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