Toda mierda es sagrada

Toda mierda es sagrada
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Llegué al teatro arrastrando el peso de la muerte de un amigo. Muerte precoz y absurda, muerte idiota. Pensé incluso en no ir y reconcentrarme en la rabia negra que ese súbito tajo me producía, en la interrogante abierta para siempre en su ¿por qué él, por qué Nacho?, pero el recuerdo de su propia y perseverante sonrisa, tan característica, me impulsó a seguir con lo mío y no oscurecerme, así que ingresé al Mictlán que Luis Felipe Fabre le destinó a su querido Salvador Novo.

La transición fue instantánea: de la realidad a la ficción, del dolor al humor, de la muerte rotunda a la muerte desopilante y kitsch en la que Novo está destinado a vagar según la visión del poeta Fabre y de los directores Benjamin Lazar y Thomas Gonzalez. Agradecí de inmediato la risa inteligente con la que Novo en el Mictlán, más que refutar el famoso regaño de Octavio Paz (quien dijo de Novo que escribía con caca y que sólo lo salvaban los epigramas contra sí mismo), le da la razón a manos llenas de… caca. Una y otra vez el ritornello de la mierda, mierda, mierda en voz de Novo se encarga de recordarnos que, en efecto, la expresión última y ya no escandalosa sino acaso sagrada, la carcajada final de quien encarnó una modernidad rabiosa en el México homofóbico y solemne de ayer (pero también de hoy), tenía que surgir del culo. Y esta tesis, que mucho tiene de sórdida (sordidez subrayada por la puesta en escena de tuberías y baños públicos) y mucho también de desplante cabaretero, resulta de una elegancia profunda ante la vulgaridad de los jueces y censores que no entendieron que Novo era, en sí mismo, una apuesta de vida, un poema desollado, un autorretrato brutal con la peluca mal puesta y la cara pintarrajeada.

“Tanto leer a Wilde para acabar aquí”, se lamenta nuestro personaje en esa versión del infierno que se parece tanto a una sala del Museo Nacional de Antropología decorada por Diego Rivera, némesis de Novo. La condena para el gran cosmopolita, para quien probablemente fuera el primer mexicano en leer a Cummings, es brutal, y la escuchamos con carcajadas y escalofríos: está atrapado en la literatura mexicana. Él, que aspiraba a acompañar a Baudelaire en los infiernos del spleen y la hipersensibilidad, morará para siempre junto a Elías Nandino. Fabre se ríe y casi literalmente se caga en la buena educación de la poesía mexicana, incapaz del autoescarnio y acartonada en sus ademanes de declamación. Y todo ello con un poema (Novo en el Mictlán) que no debemos meter a fuerzas en el molde de obra de teatro: es una lectura dramatizada sobre Novo y desde Novo, un performance de una hora que recupera a uno de los personajes más relevantes y peor entendidos del siglo XX mexicano.

Qué curioso que una pieza sobre la muerte me reconciliara con la vida después de la terrible noticia de la desaparición de un amigo. Pero la inteligencia y el humor hacen muy bien su trabajo en esta versión desdoblada de Salvador Novo, con un Tito Vasconcelos y un Pedro Kominik encarnando bien al autor de Poemas proletarios, quien tuvo muy claro que los laureles de vate inspirado configuraban una figura ridícula y caduca, que

un escritor genial, un gran poeta…

desde los tiempos del señor Madero,

es tanto como hacerse la puñeta.

julio.trujillo@3.80.3.65

Twitter: @amadonegro