Un día de furia

Un día de furia
Por:
  • larazon

El futbol no es la vida —me digo. Si acaso, el beisbol es la vida, pero el futbol no —me insisto. Y entonces leo este encabezado: “Bajan delitos en el DF durante el mundial: Mancera”. Tal vez el futbol no sea la vida, pero qué poder tiene para transformarla —concedo.

Resulta que el procurador capitalino, Miguel Ángel Mancera, declaró hace una semana que “se ha notado una reducción en el índice de delincuencia en la ciudad de México durante el campeonato mundial de futbol”. Dijo que en estos días ha habido menos robos a transeúntes y menos denuncias relacionadas con temas de violencia familiar. Agregó también dos frases muy sabias, que demuestran sus altos conocimientos en derecho: que hay disminución en los delitos porque todo el mundo está pendiente de la justa deportiva, y que “hay un momento en que toda la ciudadanía está en un estado de algarabía”. Al final de la nota, descubrí que sus declaraciones fueron hechas después del partido de México contra Francia. Ah.

Lo que me sucedió durante el primer tiempo del partido de México contra Uruguay pudo haber subido notablemente los índices de violencia en la ciudad. Y no tiene nada de excepcional: me quedé atorado en el tráfico. Hablo de un tráfico profesional, hardcore, espeso, inmóvil, absolutamente superior a nuestras fuerzas. Hablo de un tráfico cuyos motores sumisos repetían un solo mensaje: el hombre ha fracasado, el hombre ha fracasado. Un tráfico negador de la civilización. Un tráfico asesino del tiempo. Un tráfico que invitaría de inmediato a agachar la cabeza y resignarse en cualquier otra circunstancia, pero no en el comienzo del partido de México contra Uruguay.

Fue entonces, al anunciar las radios de todos nuestros coches que el partido había comenzado, que atestigüé un fenómeno de furia y temeridad capitalinas. Acelerones de medio centímetro, invención inverosímil de carriles, inauguración de banquetas como calles, rozar de láminas y, al fin, lo inevitable: toma del carril de sentido contrario, que venía vacío. Primero uno, luego tres, luego 10 y 20 coches comenzaron a circular por el carril contrario, y entonces me descubrí siguiéndolos, imantado por su estupidez pero también por su libertad de movimiento, allá íbamos, ¡avanzando!, felices hasta que, claro, tuvimos que frenar en seco y encarar a un gran camión que avanzaba tranquilamente en el sentido correcto. Se hizo el tapón, se escucharon algunas mentadas, la gente manoteaba dentro de sus infernales coches. Cofre contra cofre, máquina contra máquina, el camión y nosotros parecíamos preparados para librar una batalla campal sin tregua. ¡¿Qué estoy haciendo?, me van a romper el hocico por un partidito de futbol! —pensé. No obstante, el conductor del camión, aunque era dueño de la razón, evidentemente iba a morir. No sólo tuve miedo de lo que estaba a punto de atestiguar: tuve miedo de bajarme a ayudar a los salvajes a despellejar al camionero. Tuve miedo de perderme en mi propia selva. A mí nunca se me olvida que vivimos sobre la tierra imperial y sangrienta de los tenochcas.

Pero nadie se bajó de sus coches, ni siquiera sonó un claxon. La razón es evidente: estaban, mientras se peleaban con señales y aspavientos, escuchando el partido. Estábamos, quise decir, estábamos. Creo que un gol de México hubiera provocado que saliéramos de nuestros coches a abrazarnos y besarnos, pero el cero-cero mantuvo la tensión en alto. Pasaron los minutos. Después de un tiempo (recuerdo que fue poco después de que Andrés Guardado estrellara un obús contra el larguero de Muslera), sin transición alguna, el camionero se echó en reversa y nos dejó reincorporarnos, poco a poco, al carril del tráfico. Era un embotellamiento de pesadilla, sí, pero agradecí estar ahí de nuevo sin haberle rebanado el cuero cabelludo a nadie. Justo cuando terminaba el primer tiempo y Uruguay anotaba el único gol del partido, llegué a mi destino, agotado, como si me hubiera tocado marcar a Forlán.

El futbol provocó ese momento de furia, pero fue también el futbol el que mantuvo a la gente adentro de sus coches, apaciguada y atenta a la narración del partido. Ningún otro deporte consigue eso. Y tal vez en ninguna otra ciudad se vea esa toma improvisada de calles y banquetas, ese efecto dominó que nos empujó a muchos a tomar la ruta fácil y aniquilar las reglas. ¿Por qué no hacemos del golf el deporte nacional?