A la sombra de las pirámides

A la sombra de las pirámides
Por:
  • larazon

Foto Especial

Desde el patio de la hacienda donde una vaca invisible muge al crepúsculo, sintetizando en su grave queja toda la melancolía del campo vespertino, veo a lo lejos el gigante perfil de las pirámides de Teotihuacán.

Para los viajeros que llegan a la capital de la República o salen de ella, es familiar el aspecto imponente y fugitivo de las dos pirámides que erigen sus perfiles indecisos y su enorme masa gris, apenas manchada de verde, a unos cuantos kilómetros de México, sobre el camino a Veracruz. Aquellas enormes estructuras que se igualan con los cerros circunvecinos, atraen siempre las miradas y en la mente de los viajeros del raudo tren, dejan vaga y misteriosa sugestión de ensueño. Los pasmosos monumentos dormían su sueño milenario bajo mortajas de tierra en cuya gris monocromía brotaba el nopal austero erigiendo sus discos legendarios en la heráldica nacional.

Eran vestigios de una edad remota y misteriosa, de un pueblo enigmático y lejano cuyas cenizas se dispersaron hace siglos en la atmósfera doliente del triste valle y se integraron al luto inconsolable de su tierra árida y gris. Las pirámides, como un testimonio del pasado, hablaban entonces con una voz que quizá por venir de mundos tan extraños y distantes, era débil e indistinta. Como fantasmas de épocas consumadas, de imperios hundidos en el caos de los siglos, las dinastías eclipsadas sin recuerdo ni memoria, hablaban con balbuceo tan indistinto como era profunda la tumba insondable de donde surgía aquella voz espectral.

La escuchamos y nos pareció oírla. A veces, ante su secreto que comenzaba a sernos revelado, nos frotábamos los ojos como si temiéramos ser víctimas de una alucinación destilada sutilmente en el alma por los filtros del sueño. Y sin embargo, aquellos gigantes nos apostrofaban con obstinada voz plañidera desde su hondo y vertiginoso mausoleo. Pero ¿cómo creerlos? Los sellaban todos los sigilos del arcano y del misterio. Su rostro formidable era entonces tan informe y tan gris como la tierra misma y cuando algún heraldo del misterio las señalaba como el corazón petrificado de un pueblo, que cesó para siempre de latir, el escéptico sonreía y denigraba a las portentosas fábricas humanas, creyéndolas cerros de formación natural.

Eran sin embargo momias de pueblos esos gigantes cuya palidez mortal era la palidez de la tierra. Momias eran, no apretadas entre bandeletas, llenas de bálsamos y de oro, no yacentes en ataúdes de sicomoro y sarcófagos de lazulita como las momias faraónicas. No tuvieron más piedades que las del nopal, afianzado heroicamente en sus taludes y la del agave que al tiempo de florecer erige un suntuoso lampadario fúnebre, ni más flores que las de las cactáceas que más parecen gotas imborrables de sangre perpetuadora de una inmensa catástrofe y de una pavorosa devastación. Por oro soberbio y sin igual, tuvieron el que el sol vuelca a torrentes sobre las cumbres enhiestas y por lágrimas el copioso llanto de las lluvias, de la buena Chalchiuhtlicue, que año por año va a llorar el eterno duelo inconsolable y que por vaso lacrimatorio tiene todo el valle cóncavo y piadoso. Ehécatl, el dios del viento, hace miles de años que con angustioso y funerario diapasón entona un treno formidable, una elegía perenne que no acaba, que no acabará jamás.

Y Meztli, la Luna, balancea en la bóveda celeste su incensario de tecali, vierte en la aridez dolorosa su ofrenda de azules chalchihuites y encumbra nubes que parecen los vahos amorosos y opalinos de un turíbulo de copal...

Lentamente, pues tales grandezas no se revelan de una vez, las pirámides, al golpe de la piqueta arqueológica nos entregaron su secreto.

Con él se reveló el alma tolteca, el evangelio azul y sereno de la sabiduría de Quetzalcótal que tal vez antes de Cristo predicó la dulzura y el amor cristianos. Pero aquellos hombres admirables, chinos, japoneses o hindúes, sacerdotes de Buda, no pudieron vivir entre la barbarie azteca y se fueron, del macabro y sangriento Anáhuac, dejándolo cubierto de flores de arte y de leyenda que entre esos charcos de sangre y sobre esos montones de huesos.

Después vinieron las crueles y espantosas flores aztecas. Ellos, los toltecas, los sabios, se fueron bruscamente de la vida, prefiriendo la muerte a lo que iba a sobrevenir. Quetzalcótal el patriarca llegó en su éxodo hasta el mar, se perdió en él como si su propia grandeza se dilatara en la grandeza del Océano. Los toltecas divinos se hundieron en otro mar más dilatado, más aciago, más profundo que el pequeño mar de la tierra.

Llega la noche; en un extremo del patio de la hacienda comienza a chisporrotear una fogata. Sobre mi cabeza, por el cielo umbrío pasa graznando una lechuza. Con su idéntica voz de hace mil años, el ave de las sombras es el mismo “tlacatecolotl” que en épocas sin memoria ni recuerdo, cantó siniestramente la ruina de la imperial Tolán...

Revista Mexicana, 23 de julio de 1916, San Antonio, Texas.