El arte de la regadera

El arte de la regadera
Por:
  • carlos_velazquez

Existe gente que se construye a través de sus virtudes. Yo me construí a partir de mis defectos. La maldita lotería genética no se esmeró conmigo. En mi defensa puedo argüir que estoy feo pero bien hecho. Es la opinión de todos los médicos que se han visto sometidos a los innumerables padecimientos ficticios que mi hipocondría me ha destinado. Del exhaustivo mobiliario que conforma la lista de mis complejos sobresale uno. Mi peor defecto es que no soporto el agua caliente. El segundo en gravedad es mi cuenta de Apple Music.

Todo niño de la calle alberga un burgués en su interior. La casa donde transcurrió parte de mi pubertad no contaba con boiler. No había dinero para comprarlo. Entonces un día la providencia quiso que publicara un libro y todo cambió. No, no soy capaz de bañarme con agua hirviente. Pero tampoco fría. Me volví un habitante del agua templada. Con lo que me caga la gente tibia. No soy partidario del sexo en la regadera. Siempre que una mujer me pide que nos bañemos juntos me niego a su petición. Se ofenden. Pero no es mamonería por lo que me rehúso. Jamás consideran que no tolero el agua caliente. Y hasta ahora no he conocido a ninguna a la que le agrade ducharse con agua tibia.

Se afirma que con la edad nos ablandamos. Pero a mí me ocurre lo contrario. Entre más viejo más punk. Y más intolerante. Lo sé. La muerte me sorprenderá solo en mi casa rodeado de bolsas de basura. Sin embargo, me sorprende que no haya aprendido a convivir con los extremos. Tengo que estar en medio. Es decir en ningún sitio. Lo mismo me ocurre en todos los aspectos de mi vida. Próximamente voy a cumplir cuarenta años y todavía no encuentro mi lugar. No he aprendido a encajar. Como tampoco he aprendido el maldito arte de la regadera. Así como el sistema se deshace de todo, también se librará de los que como yo están incapacitados para el agua fría o el agua caliente.

Soy un animal del desierto. Lo cual me debería posibilitar para el agua ardiente. Pero no. Puedo tolerar los 52 grados centígrados a la sombra, pero no el agua arriba de los 33 grados. En el desierto es sencillo templar el agua. Basta abrir la llave, durante la casi totalidad del año, y el agua sale “quebrada”. Pero es en los viajes cuando padezco el arte de la regadera como otros sufren la condición posmoderna o el pensamiento complejo. Me ocurre sobre todo en la Ciudad de México. Bañarse en el df es para mí una proeza inabarcable. El agua fría sale helada. Y la caliente a la temperatura del invierno. Una ducha representa para mí una danza interminable, equiparable al baile de las escobas de la película Fantasía.

Comienza al abrir la llave del agua caliente. Y el tratar de templarla al abrir la llave del agua fría es imposible. Si abres demasiado la fría en cualquier instante saldrá tan helada que te hará pegar un brinco. Y hay que volver a empezar. Con los ojos rojos por culpa del shampoo y semirresbalándote a causa del piso enjabonado. He realizado esta acción años, más de una década. Y es una técnica que no se puede dominar. En la colonia que se te antoje. Por eso que la vida, tu organismo, la providencia, lo que pegue, te haya dotado con el súper poder de tolerar el agua caliente es la mayor de las bendiciones posibles. Y pensar que todas las mañanas los Godínez del mundo realizan el ritual de ducharse con agua caliente.

Tomar conciencia de uno mismo es lo peor que le puede pasar al ser humano.

En qué momento me abandonaste agua fría. En qué momento a este cuerpo que lo resiste todo el agua fría lo perturba. Y el agua caliente lo destroza. Es natural que me tome bastante tiempo en ducharme. Siempre llego tarde a las citas. La culpa de todo la tiene el maldito equilibrio que nunca aparece. Estar ecualizando las llaves de la regadera es una tarea que consume mi tiempo, mi vida, mis esperanzas. A todos siempre termina por consumirnos algo. A mí me tragó la clase media. No presumo que forme parte de ella. Pero sí me contagié de todos sus vicios y sus hábitos y de algunas de sus flaquezas.

Sé de buena fuente que existen regaderas programables. Adaptarse o morir. Maldita rueda del destino. Todavía falta tiempo para que en todas las casas y hoteles se instauren las regaderas inteligentes. Llegado el momento se terminará la aventura. Mientras tanto voy a tratar de perfeccionar ese arte más complicado que el amor. Estabilizar la regadera. Con la conciencia de que no lo conseguiré. Qué duro es no saber convivir con las cosas que no puedes controlar.