El ojo de Vladimir Nabokov

El ojo de Vladimir Nabokov
Por:
  • larazon

Fotoarte Jorge García Báez La Razón

El Berlín de 1930 era un condensado de miseria, cabarets, humor negro, inflación, resentimiento, arte, luchas callejeras (los nazis y los comunistas disputaban violentamente en los suburbios). Vladimir Nabokov (1899-1977) visitó la ciudad y se hospedó con su mujer en la casa de una familia alemana, la cual les rentó dos habitaciones.

El lugar tenía un ventanal hacia Luitpoldstrasse, una avenida arbolada y serena, la cual calmaba los nervios del escritor al contemplarla a todas horas, pero sobre todo durante el atardecer cuando brillaban sus aceras con el sol vespertino, antes de hundirse en las sombras nocturnas.

Nabokov había descubierto que “la imaginación era una forma de la memoria” y decidido a poner en juego ese precepto dedicó una breve novela, El ojo, al ambiente de los emigrados rusos quienes hacían su vida en Londres, París o Berlín. Sus existencias afectadas por la Revolución bolchevique languidecían en el exilio como sobrevivientes de un antiguo esplendor, y ya fuera con decoro o en la miseria estos emigrados parecían resignarse sin remedio ante una realidad imbatible.

A Nabokov la historia o los fenómenos sociales le tenían sin cuidado respecto a la literatura, y con su arte narrativo quería emparentarse más bien con las visiones fragmentarias del cubismo o la mirada estilizada futurista y su elegía del maquinismo moderno, o las sombrías proyecciones expresionistas. Detestaba el realismo clásico y aunque optaba por largos monólogos interiores, cosas como el psicologismo dostoyevskiano lo dejaban helado. En el fondo, era un excéntrico de San Petersburgo a quien un hecho fatal e irrevocable por el momento lo había obligado a trasmutarse en un británico ceremonioso y un poco histriónico. La ironía se convirtió para él en un acto de fe.

Quería vivir encerrado en una torre de marfil lejos del mundanal ruido de la política, los tambores de las certezas ideológicas y las enmarañadas circunstancias de la historia, pero en el espacio de su literatura, como un eco de todo lo anterior, se colaba de vez en cuando y casi de manera imperceptible el sonido trágico del crujir de dientes, un sonido leve, lejano.

Era mejor, sin embargo, enarbolar una sonrisa de desprecio hacia el mundo el cual contiene siempre absurdos peores que los literarios y sin ningún resabio estético.

Sus emigrados rusos en el Berlín de El ojo se reúnen, como en un juego de la vieja corte zarista, a invocar a los espíritus y lo hacen con el de Lenin, uno de los causantes de sus desgracias, quien desde el más allá sostiene el siguiente diálogo con el médium Weinstock:

“Weinstock: ¿Ha encontrado el reposo?

Lenin. Esto no es Baden Baden.

Weinstock: ¿Desea hablarme sobre la vida después de la tumba?

Lenin (luego de una pausa): Prefiero no hacerlo.

Weinstock: ¿Por qué?

Lenin: Debo esperar a que se celebre un pleno”.

Pero podían ser espíritus chocarreros:

“Weinstock: ¿Quién eres, oh espíritu?

Respuesta: Iván Sergeyevich.

Weinstock: ¿Qué Iván Sergeyevich?

Respuesta: Turguenev.

Weinstock: ¿Continúas creando obras maestras?

Respuesta: Idiota.

Weinstock. ¿Por qué me insultas?

Respuesta (la mesa se agita): ¡Te he engañado! Soy Abum”.

Pero junto con las sesiones espiritistas emerge una historia de adulterio y de amor desesperado, con un personaje que se trastoca de narrador en un tal Smurov como si estuviera en una casa de espejos para dar así cuenta, con imágenes deformadas, de los sentimientos de rechazo y de humillación. Ya se sabe, el sentido del humor se relaciona mejor con la amargura y el espíritu humano se desenvuelve de manera natural en lo tragicómico.

El monólogo final del personaje, convertido en un grotesco espía del mundo —el ojo del título—, es un reclamo convincente acerca del desamor, pero también de la falta de reconocimiento y del ensimismarse como una forma patética de la redención: “He comprendido que la única felicidad de este mundo consiste en observar, espiar, vigilar, escudriñar a los demás y a uno mismo, no ser más que un gran ojo, ligeramente vidrioso, algo inyectado en sangre, fijo. Juro que esto es la felicidad. Qué importa sea un poco bajo, un poco engañoso y que nadie aprecia todas las cosas notables que hay en mí: mi fantasía, mi erudición, mis dones literarios…”.

Aislado en su buhardilla de la avenida Luitpoldstrasse de Berlín, Nabokov escribió El ojo con el propósito de decir que en ocasiones el mundo es muy insultante. Si es así, ¿qué importancia tienen entonces los desastres alrededor, las majaderías de los cretinos o la desolada esperanza de entenderse a sí mismo?

El ojo, en su delgada perfección, es el mejor libro de Vladimir Nabokov.

Sus obras

Máshenka, 1926 El ojo, 1930 Regreso de Chorb, 1930 El hechicero, 1939 Las otras orillas, 1954 Lolita, 1955 Una belleza rusa, 1973