Escritora encara heridas de una maternidad que no se cristalizó

Escritora encara heridas de una maternidad que no se cristalizó
Por:
  • carlos_olivares_baro

Existen muchas orfandades, pero hay esa otra orfandad que se entrelaza con las circunstancias que llega de pronto cuando la hembra se da cuenta de que todavía no es madre: ¿no ser progenitora es una orfandad? En eso se debate Renata, quien sabe que “el miedo a la edad era, en el fondo, miedo a que fuera demasiado tarde”. Gabriela Couturier (Ciudad de México) ha escrito una novela, Esa otra orfandad (Ediciones Cal y arena, 2016), más que todo, como apunta Roberto Pliego, “rabiosamente antidomestica”.

¿Se puede tener un matrimonio estable y ser además exitosa profesionalmente, pero no ser mamá? Dilema en que se debaten muchas mujeres en America Latina. La supuestamente estable vida de Renata tiene un talón de Aquiles: falta un bebé en el hogar. ¿Qué importan las arrugas, la rutina o el deterioro de la belleza física? La mayor frustración de Renata es la ausencia de la maternidad.

A raíz de la publicación de esta novela, La Razón entrevistó a varias mujeres, profesionistas en un rango de edad de entre 40 y 50 años. 1) ¿Que es para usted la maternidad? 2) ¿Que ha significado para usted ser madre? 3) ¿Se siente frustrada por no ser madre?

Maraya Esther Palomino. 45 años. Médico cirujano. Madre de 2 hijos: una niña de 12 años; un varón, de 8. Casada. “La maternidad ha sido mi realización. He crecido como mujer con mis hijos. Mi matrimonio se afianzó cuando llegaron los niños, sobre todo con el arribo de Julio, el varón. Ser madre ha sido para mí proyectarme en la vida de dos seres a quienes les estoy inculcando valores. Me veo en ellos y aprendo de ellos. Me siento en total plenitud como madre”.

Lourdes Bolaños Tanuer. 46 años. Secretaria ejecutiva. No es madre. Divorciada. “La maternidad fue un sueño hace 20 años: a estas alturas ya no lo es. No es una frustración como tal, pero me doy cuenta que mi soledad se acrecienta por la falta de un hijo”.

Laura Sánchez Lemus. 44 años. Periodista. Soltera. No es madre. “Nunca me ha interesado la maternidad. Para mí no cobra ningún significado especial ser mamá. La madre físicamente hablando no me preocupa. Me interesa lo materno como concepto. Tengo muchas amigas jóvenes en la profesión y, muchas veces, tengo un rol con ellas maternal sin caer en moralinas. Si hubiera tenido hijos, fuera más que todo su amiga.”

Ambrosia Bruteares Samo. 50 años. Abogada. Casada. No es madre. “Prefiero no conversar de eso: estoy frustrada como mujer al no ser madre. Soñé con un hogar lleno de niños, por un problema de infertilidad no pude ser mamá. Nunca quise adoptar. Tengo una relación matrimonial muy estable y una actividad profesional reconocida como jurista: Pero no soy madre, me siento incompleta”.

Karla Francisca Nundera de Apodaca. 45 años. Ingeniera civil. Madre de una adolescente de 15 años. Divorciada. “La maternidad es una bendición de Dios. He crecido siendo madre. No es fácil convivir con una adolescente, pero es estimulante verla crecer”.

Esa otra orfandad es también una reflexión sobre el embarazo. El narrador en uno de los pasajes especula sobre los riesgos del embarazo de Renata: “Todos tenían razón: el reloj biológico, el envejecimiento de los óvulos, la disminución de las hormonas. Todas las personas benevolentes que le recordaban su edad. Todos los que le decían que la naturaleza no perdona. Y sí tenían razón. Tenían razón. Pero nadie le decía qué iba a pasar con ella si se embarazaba”.

Renata está acosada por el miedo. Pero también demuestra como una generación supo imponer su criterio frente a un machismo brutal y desconsiderado. “Sólo he querido afrontar el asunto: las mujeres tienen la palabra frente a este asunto tan complejo. Mi historia no es feminista a ultranza sino desconsoladamente femenina”, ha dicho la ensayista de la revista Nexos de ésta, su primera novela.

Arranque

Había apagado y prendido luces y se había movido de un lado a otro, hasta encontrar el lugar preciso en el que la luz la mostraba como se quería ver; como podía aún verse, si se paraba así, un poco de perfil, con la cabeza erguida, cuidando que el reflejo resaltara lo que le gustaba y sombreara lo demás. Seguía estando ahí, eso que la hacía ser ella, su belleza; y sin embargo, lo que ahora veía frente al espejo, lo que ya no podía dejar de ver, se acercaba más a la nostalgia que a la satisfacción.

Un cambio de época, pensó a su pesar porque la expresión le sonaba cursi. La Era de las Decisiones, a modo de novela decimonónica. En cualquier caso, era un momento en que las cosas adquirían una intensidad y una importancia que hasta entonces no habían tenido. Como las arrugas, que antes se arreglaban con una buena noche o con una buena crema. Ahora, las cosas parecían tener un peso mayor, como si en un descuido fueran a volverse permanentes.

Exageró una sonrisa y se acercó al espejo: vio las líneas alrededor de sus ojos, las marcas del entrecejo. Se pasó un dedo por los inevitables pliegues de la sonrisa. “Éstas no eran arrugas sino hoyuelos”, recordó que decía su abuela con lágrimas en los ojos. Renata intuyó que le estaba revelando algo muy importante; pero no entendió la urgencia del sentimiento con que lo decía esa mujer para quien dejar de ser bellísima había sido tan doloroso.

Pensó que no sabemos envejecer porque, cuando empezamos, la juventud es lo único que hemos conocido. Ahora, a los treinta y ocho, sabía que tendría que acostumbrarse a ese lento deterioro que tanto les había costado digerir a las mujeres de su familia.

Fragmento tomado de Esa otra orfandad