Fernando Andriacci “pintar es regresar a la infancia”

Fernando Andriacci “pintar es regresar a la infancia”
Por:
  • alicia_quinones

Fernando Andriacci es uno de los artistas plásticos más interesantes de México. Nació en San Juan Bautista Cuicatlán, Oaxaca, en 1972. Su obra, una oda a las fantasías, plasma personajes legendarios y místicos: caballos, elefantes, bicicletas, cabras locas, cocodrilos, cangrejos y grillos, a

los que impone un toque de exuberancia y colores que se encuentran en las calles oaxaqueñas. Sus representaciones zoomorfas son un bestiario que recrea la dimensión de lo fantástico. Andriacci

estudió pintura, escultura, grabado, filosofía e historia del arte. En el Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo estudió también litografía, técnicas mixtas, preparación e investigación de materiales. Desde muy joven ha expuesto en México, Estados Unidos y Japón. Este año, el escultor expondrá su obra en Nueva Orleans, Houston y Nueva York, y en 2017 expondrá en galerías privadas de Europa.

¿Para qué pintar?

Es una necesidad. Crear un óleo, una escultura, es una forma de establecer un diálogo con la sociedad.

¿Cómo reconoció su vocación?

Nací en San Juan Bautista Cuicatlán, Oaxaca. A los nueve años, llegamos a la ciudad y ahí tuve mi primer contacto con la pintura. Entré al taller infantil de artes plásticas, en la Casa de la Cultura. Después, a los 13 años, me integré al Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo. A los 15 tuve mi primera exposición en una galería privada como la Quetzalli, en la ciudad de Oaxaca. A los 17 años expuse por primera vez en Casa Lamm. Y así sucesivamente, sin parar. Ahora tengo 43 años.

¿La infancia es el mal del artista?

Desde muy pequeño disfrutaba de ver las exposiciones, jugaba con insectos, animales: desde un chivo hasta un escarabajo. Ése fue y ha sido mi mundo. Pintar es regresar a esa infancia, volver a mirar el mundo desde esa variedad de colores y texturas que tuve en mis manos. El arte, la pintura, la escultura o cualquier técnica es la recreación de nuestro entorno, una mirada que le propones al espectador para generar un diálogo. Ese juego de colores con el que descubres el mundo es fundamental. He intentado proyectar también las texturas —que aún sigo descubriendo— y trato de hacer que las demás personas lo sientan; si yo lo disfruto, otros podrán disfrutarlo o llevarlo a otra dimensión.

Sin embargo, la niñez no siempre conlleva la felicidad.

Mi infancia fue difícil porque mi familia es humilde, de pueblo. Mis padres querían que estudiara arquitectura o leyes, todo menos pintura. Decían que iba a ser una distracción, que era un hobbie. Fue difícil luchar contra todo eso, porque nuestra sociedad —y más en el pueblo— no está preparada para que nos eduquen para vivir con el arte. Primero debemos alimentar a los pueblos y luego educarlos. Es difícil sobresalir sin recursos, pero también esa parte te impulsa, te convierte en un rebelde, ése fue mi caso. Cuando a un niño le niegas algo, termina haciéndolo si verdaderamente cree en eso.

¿El arte es un cúmulo de fantasías?

Sí, es todo lo que nos imaginamos. Eso que soñamos, lo reflejo y plasmo en la pintura: de esa forma comparto mi mundo, algunas veces fantástico.

La idea de la infancia del artista se recreó también a través sus hijas.

Recuerdo una anécdota en particular. Mi hija, la mayor, cuando la llevaba al circo, le encantaban las jirafas, los leones, y en especial los elefantes. Una vez, al terminar la función, ¡se quería llevar al elefante a la casa! No tuve otra más que comenzar a acompañar su fantasía: le hice una escultura, después óleos. Las piezas generaban mucha curiosidad pero nunca los he vendido, los pinté para ella. Después, comenzaron a encargarme más elefantes y entonces hice una serie, hasta que el elefante se convirtió en uno de los emblemas de mi obra.

¿Siente haber logrado ese diálogo entre su obra y la sociedad?

Una de las cosas que más disfruto es colocar mis esculturas en las calles. Esa parte nació hace tres años con la inquietud de compartir mi obra con el público, y dejar a un lado el arte de museos y galerías. En la tradición oaxaqueña tenemos artistas relevantes, pero en nuestras calles o sitios públicos no vemos su obra. Los conocen en cualquier estado, pero en Oaxaca desconocemos qué hacen artistas como Luis Zárate o Sergio Hernández. No tenemos esculturas de Tamayo, tenemos que viajar a Monterrey para verlas, y lo mismo sucede con Francisco Toledo. Insisto: debemos voltear a nuestro pueblo y educarlo a través del arte. Para la primera escultura que planeé poner en la calle, las autoridades tardaron seis meses en dar autorización, mientras los movimientos políticos y sociales afectaban las calles. Frente a todo eso, opté por no pedir permiso y sacar mi obra a lugares públicos: parques y avenidas. Coloqué la escultura de un cristo en Santo Domingo, pero en medio del conflicto magisterial duró un día y la retiraron. Sacar la obra a las calles es poner un granito de arena para que se abran espacios a los jóvenes artistas.

¿Cómo nace una escultura?

Primero nace la idea, la plasmo en plastilina y cuando está en su punto, la afino y le meto texturas y la hago molde, después se funde. Así se hace una escultura en bronce, que lleva un promedio de dos a tres meses de elaboración. También estoy trabajando las esculturas monumentales en placas de metal; de hecho, es mi técnica favorita, aunque también disfruto la cerámica, el pastel, el gouache, etcétera.

Formar parte de la tradición de artistas oaxaqueños no es fácil.

Sí. Es difícil. Oaxaca ha sido cuna de grandes artistas. Tenemos artistas plásticos muy importantes; así que es un reto y un compromiso dedicarse a la pintura. El maestro Andrés Henestrosa la llamaba “la pintura oaxaqueña”; sin embargo, yo siento que a través de los años se ha formado una escuela, una corriente fuerte con distintas influencias, no sólo locales. En lo particular, reconozco una fuerte influencia de pintores oaxaqueños como Francisco Toledo, Rufino Tamayo y toda esa generación de artistas que admiro; de ahí he partido para generar mi estilo, que todavía intento consolidar. También reconozco que mi obra está particularmente inspirada en el color de las calles y el cielo oaxaqueño. Y ese color de las calles también se extiende a los trajes regionales, la comida: el lenguaje de nuestra tierra. Vivir en Oaxaca es apasionante, es mágico, y yo proyecto esa vida a través de las artes plásticas.