Moloch: la tragedia del siglo XX

Moloch: la tragedia del siglo XX
Por:
  • larazon

Ilustración Rafael Miranda Bello> La Razón

El siglo XX quedó marcado por la existencia de tres grandes monstruos: Stalin, Hitler, Mao. Cada uno de ellos representó a Moloch, el dios cananeo que exigía sacrificios humanos.

Lo hermoso es feo,

Y lo feo es hermoso.

Revoloteemos entre la niebla

Y el aire impuro

Las brujas de Macbeth

Para los hebreos antiguos era Melek, sinónimo de rey, dominante en el Valle del Cedrón, el valle de fuego. Era un culto cruel pues los hijos eran inmolados en su altar. Debe recordarse en la Biblia el Levítico (29: 05): “Yo extirparé entre el pueblo a aquellos que se prostituyeron a Melek”, En la tradición islámica se le refiere como Malik, el ángel del infierno, según la Sura 43, 77 del Corán.

En su monumental Diccionario de los símbolos, Jean Chevalier describe a ese dios devorador en su interpretación contemporánea: “Sin duda es necesario ver en Moloch la vieja imagen del tirano, celoso, vindicativo, despiadado, que exige a sus súbditos obediencia hasta la sangre y toma todos sus bienes, hasta sus hijos, ofrendados a la muerte de la guerra o a la del sacrificio”.

Sin embargo, la monstruosidad de sus obras, la realidad de sus regímenes inhumanos, no debe llevarnos a hacer con ellos, con estos tiranos, lo mismo que estos personajes hicieron con grupos inmensos: querer degradarlos y expulsarlos del género humano. Hay una humanidad esencial, también absurda, encarnada por ellos especialmente en el fin de sus vidas.

El Stalin viejo podía sentir nostalgia de su esposa suicidada o burlarse de manera sarcástica de sus cortesanos; el Hitler del hundimiento, al final de la guerra, encuentra en momentos la resignación en el búnker o se entrega a la ternura y la admiración al condecorar a los niños y jóvenes que había lanzado a la última batalla; o el Mao convertido en dios terrenal seguía escribiendo bellos poemas y amando doncellas como si fuera un Rey David socarrón en sus días postreros. Estos monstruos lo eran, a pesar de ser humanos.

Esta contradicción entre lo monstruoso de sus actos y lo humano esencial de sus personas, desconcierta sin duda. La desmesura de sus crímenes, el sobrepasar a cuenta de sus ideologías todo límite ético o moral, los hace singulares en la historia del mundo. Al estudiar sus biografías estos nuevos Moloch pueden sorprender en su faceta humana. Pero se les prefiere ver tan sólo como monstruos, como encarnaciones de un orden propicio para todos los desórdenes, como figuras extraordinarias, sí, incluso fascinantes, pero sin olvidar nunca que fueron capaces de provocar la desgracia de millones de seres humanos.

Aunque en pleno auge del estalinismo los rusos contaban chistes sobre el padrecito de los pueblos, o Chaplin se propuso con El gran dictador desmitificar a Hitler antes de la guerra, o la imagen de Mao fue promovida como un ícono moderno por ese farsante de Andy Warhol —un artista que vende caros sus bodrios—, todo ello es ciertamente banal, al representar estos Moloch un mal enorme y tétrico, un asomo al abismo; hay algo sagrado que evita su banalización: sus propias víctimas. Por esta razón no se les puede despreciar como simples locos, según proponen algunos quienes no meditan lo ofensivo de su propuesta reduccionista.

En su libro Shakespeare, nuestro contemporáneo, Jean Kott al estudiar el estalinismo desde la perspectiva de las tragedias del periodo isabelino, se refiere al gran mecanismo que tritura víctimas y verdugos y recuerda la sentencia shakesperiana: “Las cosas que el mal ha comenzado, se consolidan con el mal”.

En relación con el mal cada uno de estos monstruos proyecta una sombra inmensa. Aceptaron ser divinizados —se les exaltó hasta el delirio—, en su soberbia surgida del resentimiento y como creyentes en la épica de su obra.

Actuaron en el quiebre de valores, de moral y de cultura que tuvo como contexto la revolución, la guerra y la crisis de donde surgieron. Y en ese ambiente se despojaron de toda piedad y por eso sus métodos y sus fines eran malignos.

Utilizaron las técnicas modernas —Stalin se decía “ingeniero de hombres”— con una pretensión: formar un hombre nuevo; de esa forma enterraron tradiciones, erigieron mitos, combatieron la religión para sustituirla por sus ideologías.

Pudieron así, impasibles, crear un universo concentracionario y ordenar o auspiciar crímenes masivos; pretendían moldear el mundo a partir de sus respectivas ideas de justicia, de felicidad para sus pueblos, de igualdad. No obstante, era el suyo un mundo al revés pues su omnipotencia se expresaba tan sólo a través del terror, la injusticia, la desgracia y el caos.

A mi parecer, estos Moloch del siglo XX pueden ser conocidos en las obras históricas y gracias a la memoria de los testigos, pero solamente la literatura clásica —de los griegos a los rusos, pasando por Shakespeare y llegando a las obras del absurdo, a Broch, a los ensayos de Camus, de Domenach, de Ricoer—, proporciona elementos de fondo para intentar entenderlos. La gran literatura, sin duda, es capaz de desentrañar el mal manifestado en estas dimensiones trágicas.