Paradiso, el boom y la Guerra Fría

Paradiso, el boom y la Guerra Fría
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  • rafaelr-columnista

Cuando Paradiso del cubano José Lezama Lima fue editada, por primera vez, en la editorial Unión de La Habana, en 1966, el boom de la nueva novela latinoamericana se encontraba en pleno apogeo. Desde la aparición de La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes, no pasaba un año sin que se editaran una, dos o varias novelas que parecían integrar la constelación de una escritura que revolucionaba los modos narrativos de la primera mitad del siglo xx. Vanguardismo, realismo social o literatura fantástica, novela de la Revolución Mexicana, novela de la tierra o novela regional, Borges o Gallegos, Rulfo o Asturias..., todas las maneras de narrar, legadas por generaciones eminentes, parecían tambalearse frente a la irrupción del boom.

Tan sólo el año de 1962 produjo tres ficciones icónicas: La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, El siglo de las luces de Alejo Carpentier y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Un año antes se había publicado El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez y al año siguiente se editaría Rayuela de Julio Cortázar. A partir de 1964, cualquier novela que circulara en el mercado iberoamericano del libro, escrita por Salvador Elizondo o Ernesto Sabato, David Viñas o Salvador Garmendia, debía dirimir su pertenencia, o no, a esa corriente estética heterogénea que, como cualquier otra en la literatura hispanoamericana, desde el modernismo o las vanguardias, era, también, una operación política, comercial y mediática.

Los narradores centrales del boom y otros que se sumarían a ese círculo a mediados de la década, como José Donoso o Severo Sarduy, más una franja variopinta de críticos (Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Carlos Monsiváis, Julio Ramón Ribeyro, Julio Ortega, Oscar Collazos, Roberto Fernández Retamar, Emmanuel Carballo...), leían y teorizaban aquellas novelas como productos culturales emblemáticos de una emergente modernidad literaria latinoamericana. Entre 1966 y 1967, esa necesidad de definición intelectual de la nueva novela, se desplazará al centro de la disputa estética y política entre las revistas Casa de las Américas, dirigida por Fernández Retamar en La Habana, Marcha, dirigida por Rama en Montevideo, y Mundo Nuevo, la que más propiamente funcionó como plataforma crítica y editorial del boom, dirigida por Rodríguez Monegal en París.

 Para leer el paraíso

En 1966, dos novelas capturaron la mayor atención de los novelistas y críticos de aquella generación: La casa verde de Mario Vargas Llosa, que ganó el Premio Rómulo Gallegos en Caracas, y Paradiso del poeta católico habanero, José Lezama Lima. Un buen termómetro de la agitación de la bolsa de valores literarios del boom, en aquel año, son las cartas de Julio Cortázar a Mario Vargas Llosa, alojadas en la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Tras leer La casa verde, en 1965, Cortázar escribió a Vargas Llosa que su novela dejaría a El siglo de las luces de Carpentier, que tanto admiraba el peruano, en el “rincón de los trastos anacrónicos”.1 Pero cuando leyó Paradiso, un año después, la estimativa de Cortázar ya gravitaba a favor de la novela de Lezama.

Como Carlos Fuentes, que se carteaba con Lezama desde los años de la revista Orígenes, donde el mexicano llegó a publicar, Julio Cortázar admiraba a Lezama desde antes del triunfo de la Revolución Cubana en 1959. Había leído fragmentos de Paradiso y Oppiano Licario en Orígenes, con “asombro y maravilla” y, aunque decía que oyó hablar de Lezama en Buenos Aires, “a Borges, quizá, o algún poeta joven ya muerto”, destacaba el hecho providencial de descubrirlo en París: “en estas islas terribles en que vivimos metidos los sudamericanos (pues Argentina y México son tan insulares como Cuba) a veces es necesario venirse a vivir a Europa para descubrir por fin las voces hermanas”.2

No sólo era Cortázar devoto de la narrativa de Lezama, también de los poemas de La fijeza y Aventuras sigilosas y de los ensayos de Analecta del reloj, que leía “con el mismo desconcierto” y como parte de una misma “sobreabundancia prodigiosa de sustancia viva y espiritual de lo mejor del surrealismo”.3 Desconociendo, tal vez, las críticas de Lezama y otros poetas de Orígenes, como Cintio Vitier, al surrealismo y las vanguardias, Cortázar asociaba a Lezama no sólo con Mallarmé o Lautréamont sino con el André Breton de Nadja.4 Aquellas primeras cartas entre Lezama y Cortázar incluyeron la oferta de que el argentino publicara en Orígenes, lo que no llegó a suceder por el cierre de la revista en 1956. En cambio, Cortázar sí llegó a publicar un adelanto de sus Historias de cronopios y de famas (1962), en Ciclón, la revista sucesora y rival de Orígenes, dirigida por José Rodríguez Feo.

Si en las cartas de los años cincuenta Cortázar se dirigía a Lezama como “Señor José Lezama” o “Querido Lezama”, ya en otra de julio del 63, tras el primer viaje del argentino a la isla, después de la Revolución, llamaba a su destinatario y amigo cubano “Compañero Lezama Lima”.5 Pero la correspondencia —y la amistad— entre Cortázar y Lezama alcanzará su momento de mayor fluidez y tensión con la salida de Paradiso en 1966. Luego de leer de un tirón la novela, sin “esas interrupciones que el ajetreo cotidiano va metiendo como cuñas de niebla en nuestro placer”, en su casa de Aix-en-Provence, Cortázar escribió un largo ensayo titulado “Para llegar a Lezama Lima”, además de una carta exhaustiva, del 28 de julio de 1966, en la que trasmitía al cubano algunas dudas surgidas en la lectura del texto, relacionadas con múltiples erratas en citas del francés, el inglés y el alemán, y referencias imaginarias, que creyó detectar en Paradiso.6

Tanto en el ensayo como en la carta, Cortázar se presentaba como un exégeta o intérprete de Lezama —en un momento dice, con falsa modestia, que algún día el cubano “encontrará su Maurice Blanchot”, ideal del crítico para el argentino—, pero también como un editor. La enumeración de erratas, tanto en el ensayo como en la carta, tenía como fin una propuesta de reedición corregida en Cuba y, sobre todo, una proyección editorial de Paradiso en el mercado occidental del libro que facilitara su naturalización en el territorio del boom. De ahí que la idea inicial de Cortázar fuera publicar su elogio de Lezama en la revista Mundo Nuevo, fundada por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal en París, justo en 1966, y que rápidamente se convirtió en el órgano de la nueva narrativa latinoamericana. En su carta, Cortázar decía a Lezama que estaba consultando con Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas, de cuyo de Comité de Colaboración formaba parte el argentino, cuál era la opinión de la burocracia cultural de la isla sobre una aparición de su defensa de Paradiso en Mundo Nuevo, “una revista que habíamos puesto entre paréntesis en la medida que sus orígenes y financiamiento nos parecían dudosos. Pero creo que las cosas se han aclarado un tanto por ese lado, y estoy esperando el parecer de Roberto para tomar una decisión”.7

Cortázar se refería a las explicaciones que había dado Emir Rodríguez Monegal de que Mundo Nuevo era editada por el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ilari), de París, desprendimiento del Congreso para la Libertad de la Cultura, con financiamiento, fundamentalmente, de la Fundación Ford. Los argumentos de Rodríguez Monegal, como ha estudiado recientemente Patrick Iber en su libro Neither Peace nor Freedom (2015), nunca disuadieron al funcionariado de la isla y a sus aliados latinoamericanos, que acusaron persistentemente a Mundo Nuevo de ser un proyecto de la cia, entre 1966 y 1971, por la relación que el Congreso para Libertad de la Cultura, y también el ilari en sus orígenes, habían tenido con los aparatos de inteligencia de Estados Unidos en la Guerra Fría.8 En cartas de Mario Vargas Llosa, también miembro del Comité de Colaboración de Casa de las Américas, a Rodríguez Monegal y Carlos Fuentes, por esos mismos años, se trasmite la idea de que con independencia del tema del financiamiento, el poder cultural habanero estaba decidido a combatir a Mundo Nuevo por la estética del boom y la política intelectual favorable a la Nueva Izquierda, que defendía esa publicación.

Lezama debió haber hecho sus averiguaciones en La Habana y tras comprobar que una publicación del ensayo de Cortázar en Mundo Nuevo sería vista con malos ojos, sugirió que el estudio del argentino apareciera en la revista Unión, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (uneac), primera editora de Paradiso. En respuesta a la “preocupación” de Lezama, sobre las represalias que podrían seguir a una colaboración con Mundo Nuevo, Cortázar escribió a su amigo en octubre de 1966:

Quédese tranquilo, pues sé lo que sucede con esa revista y no pienso colaborar con ella por el momento. Mi plan original, como lo sabe Fernández Retamar a quien le escribí al respecto, era poner a prueba dicha revista por medio de una colaboración que la obligaría a un sí o a un no reveladores; y, en caso de un sí, me interesaba la enorme difusión que tendría en toda América Latina un ensayo sobre usted.9

Más allá de lo que decía a Lezama, Cortázar estaba convencido de que Emir Rodríguez Monegal y Mundo Nuevo darían ese “sí revelador”, ya que el crítico uruguayo y varios de los colaboradores de Mundo Nuevo, como el cubano Severo Sarduy, el chileno José Donoso y el mexicano Octavio Paz, leían Paradiso, “con creciente asombro y deslumbramiento”, como dirá el tercero.10 Tan es así que en cuanto Mario Vargas Llosa publicó su propia lectura de Paradiso en la revista Amaru, Rodríguez Monegal la reprodujo en Mundo Nuevo, abriendo una polémica con el escritor peruano sobre su interpretación de la homosexualidad en la novela, que luego fue recogida en las Obras sueltas (2003) del uruguayo. Regresaré a esa lectura de Vargas Llosa, pero antes debo glosar la de Cortázar.

Además de una caprichosa conexión con Julio Verne, que preveía ya su inclusión en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), y una exposición de la tesis del autor de Paradiso como un “primitivo” letrado, que personificaba la “inocencia americana”, el ensayo de Cortázar era una contraposición entre Lezama y Carpentier.11 En una de las primeras páginas, el autor de Rayuela proponía entender la supuesta “oscuridad” o “hermetismo” de Lezama como un “barroquismo original”, es decir, “de origen, por oposición a un barroquismo lúdicamente mis en page como el de un Alejo Carpentier”.12 La alusión a Carpentier, que Cortázar consideraba rebasado por las poéticas jóvenes del boom en su correspondencia con Vargas Llosa, no era fortuita o incidental, ya que al final del texto volvía sobre el paralelo, en una formulación de claras implicaciones estéticas y políticas:

Qué admirable cosa es que Cuba nos haya dado al mismo tiempo a dos grandes escritores que defienden lo barroco como cifra y signo vital de Latinoamérica, y que tanta sea su riqueza que Alejo Carpentier y José Lezama Lima puedan ser los dos polos de esa visión y manifestación de lo barroco, Carpentier el impecable novelista de técnica y lucidez europeas, autor de productos literarios a salvo de toda inocencia, hacedor de libros para leer, de productos refinadamente instrumentados para la aprehensión de ese especialista occidental que es el consumidor de novelas; y Lezama Lima, intercesor de oscuras operaciones de ese espíritu que antecede al intelecto, de esas zonas que gozan sin comprender, del tacto que oye, del labio que ve, de la piel que sabe de flautas a la hora pánica y del terror en las encrucijadas de la luna llena.13

El paralelo entre un Carpentier “civilizado” y un Lezama “bárbaro”, o entre Ariel y Calibán, era sutilmente favorable al segundo, pero cubría las formas con una afirmación de la cubanidad de ambos. La diferencia entre uno y otro radicaba, según Cortázar, en que Lezama era un poeta que narraba y novelaba desde un sistema poético o una concepción del mundo por imágenes, mientras que Carpentier era el clásico escribidor mundano o secularizado de la modernidad. Paralelo que, sumado al rechazo que Paradiso comenzaba a generar en los medios oficiales de la isla, por sus pasajes homosexuales, por su derroche de erudición, por su catolicismo y por su densidad letrada, y que llevó al retiro de la novela de las librerías de La Habana, explicaba el tono defensivo del ensayo de Cortázar. Defender a Paradiso era defender el derecho a que un poeta escribiera libremente su Bildungsroman, desde una poética propia, ajena a los métodos profesionales de la novela europea. Pero era defender, también, la homosexualidad de Lezama, frente a la homofobia y el machismo oficiales, y su barroquismo y refinamiento, frente a los modos populistas y anti-intelectuales de la burocracia insular.

Casi todos los críticos latinoamericanos cercanos al boom que escribieron sobre Paradiso, como los peruanos Julio Ramón Ribeyro, que puso énfasis en la conexión entre Lezama y Proust, y Julio Ortega, que destacó el entramado de erotismo, alegoría y metáfora en la ficción, preservaron ese tono vindicativo que llevó a Cortázar a sugerir una equivalencia contradictoria con Alejo Carpentier: el novelista más autorizado dentro y fuera de la isla en aquellos años, que había sido vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura, director de la Editorial Nacional y entonces era consejero cultural de Cuba en París.14 También Mario Vargas Llosa apeló al lenguaje del desagravio, cuando relacionaba Paradiso con novelas “imposibles” como Finnegans Wake de Joyce, Bouvard et Pécuchet de Flaubert o El hombre sin atributos de Musil o cuando, después de sugerir que en la obra de Lezama había una suerte de “exotismo al revés”, afirmaba que su rasgo distintivo era el “americanismo” o la “cubanía”, en contra de quienes la acusaban de extranjerizante o elitista.15

Barroquismo carpenteriano vs. Neobarroco lezamesco

Todas estas recepciones de Paradiso desde la plataforma poética y crítica del boom insistían en la rareza del texto dentro de la nueva novela latinoamericana, a la manera de Los pasos perdidos de Carpentier o La casa verde de Vargas Llosa. Pero la rareza de Paradiso también se manifestaba, como modalidad tradicionalista o

decadente, frente a las novelas más heterodoxas de entonces: Rayuela de Cortázar, Farabeuf de Salvador Elizondo, Tres tristes tigres de Cabrera Infante, Cambio de piel de Fuentes o De dónde son los cantantes de Sarduy.

Aún así, cada una de aquellas lecturas inscribía a Lezama en el boom y, en algunos casos, como los de Cortázar, Sarduy o José Donoso, de un modo más resuelto que al propio Carpentier. En contra de lo que hubieran deseado Roberto Fernández Retamar y Casa de las Américas, esa inscripción de Lezama en el boom debió mucho a Emir Rodríguez Monegal y Mundo Nuevo.

Además de reproducir el artículo de Vargas Llosa, al que Rodríguez Monegal criticó su subestimación de la temática homosexual —tras la localización de ocho escenas homoeróticas en Paradiso, el crítico uruguayo sostenía que había “una naturaleza centralmente homosexual en una parte considerable de Paradiso”—, Mundo Nuevo publicó, en su número 24 de 1968, el ensayo de Sarduy, “Dispersión / Falsas notas (homenaje a Lezama)”. El texto del exiliado cubano, que seguía a un par de ensayos sobre El lugar sin límites (1965) de José Donoso y Zona sagrada (1968) de Carlos Fuentes, fue la primera aplicación, al análisis de Paradiso, de las ideas post-estructuralistas sobre el lenguaje, sostenidas por grupo de la revista Tel Quel (Sollers, Hallier, Kristeva, Faye, Roche...), en el que se movía Sarduy.

El ensayo de Sarduy comenzaba rememorando un encuentro fugaz con Lezama a la salida del Gran Teatro de La Habana, a principios de la Revolución, donde habían asistido a una función de unos “jóvenes solistas del ballet Bolshoi”. Luego entraba en una persuasiva argumentación sobre la colocación de Paradiso en una poética ajena al realismo y, especialmente, a “su peor variante: el realismo mágico”.16 La escritura de Lezama, lo mismo en la poesía, el ensayo o la novela, procedía, metafóricamente, por medio de la “duplicación”, el “doblaje” o la “superposición”, de ahí que la experiencia estética de su lectura fuera muy distinta a la de Fuentes y Cortázar, García Márquez o Vargas Llosa, las cuatro grandes “máquinas de novelar” de que hablaba Rodríguez Monegal.17

Sarduy citaba al formalista ruso Roman Jakobson y al estructuralista francés Roland Barthes, para desesperación de Roberto Fernández Retamar en Calibán (1971), y proponía un acercamiento a la obra de Lezama por medio del collage: pasajes de Cintio Vitier, de su propia conversación con Rodríguez Monegal en Mundo Nuevo, tras la aparición de De dónde son los cantantes (1967), y de fragmentos del mismo Lezama, en Paradiso, de sus ideas sobre Góngora y Garcilaso y, por supuesto, de los ensayos de Analecta del reloj. Al final, lo que interesaba a Sarduy era colocar a Lezama en la fundación de una poética neobarroca latinoamericana, que partía de una codificación y, a la vez, una dispersión lingüística del ontologema de “lo cubano”.18 El erotismo, según Sarduy, cumplía una función central en ese proceso de integración y fragmentación de lo cubano por medio del lenguaje literario.

A pesar de su espesor teórico y de la defensa de un neobarroco, que rompía con algunas de las estrategias estéticas del boom (realismo social, realismo mágico, novela histórica...), la apropiación de Lezama por Sarduy y Rodríguez Monegal, en Mundo Nuevo, fue leída como un alojamiento de Paradiso en el fenómeno de la nueva narrativa. Así lo presentará Carlos Fuentes en su ensayo La nueva novela hispanoamericana (1969), donde habla de la construcción de “un nuevo lenguaje” en los años sesenta, en el que intervienen protagónicamente José Lezama Lima con Paradiso (1966) y Guillermo Cabrera Infante con Tres tristes tigres (1967).19 También Emir Rodríguez Monegal, en uno de sus primeros ensayos sobre el tema, “La nueva novela latinoamericana” (1968), punto de partida de su libro posterior, El boom de la novela latinoamericana (1972), habla de Lezama y Cabrera Infante como autores inmersos en aquella ingeniería estética de la nueva novela. Sólo que para Rodríguez Monegal, Lezama conforma con Cortázar la pareja de escritores más “revolucionarios”, en términos del “ataque a las estructuras de la narración y el lenguaje mismo”, mientras que Cabrera Infante, al igual que García Márquez, preserva la “estructura lingüística” de la ficción moderna.20

Rodríguez Monegal no escatimaba elocuencia en su valoración de

Paradiso: el cubano había “creado una summa” —término tomista que ya había usado Vargas Llosa—, “un libro cuya forma misma está dictada por la naturaleza poética que la inspira”, un “relato en apariencia costumbrista que es al mismo tiempo un tratado sobre el cielo de la infancia y el infierno de las perversiones sexuales”, la “crónica de la educación sentimental y poética de un joven habanero de hace treinta años que se convierte, por obra y gracia de la dislocación metafórica del lenguaje, en un espejo del universo visible y, sobre todo, del invisible”, una “hazaña de las que no tienen par”, un “monumento...” No hablaba así Rodríguez Monegal de otro escritor cubano y latinoamericano en 1968. La reacción del flanco literario y crítico de la nueva literatura latinoamericana, más identificado con el socialismo cubano y sus publicaciones, no se hizo esperar.

El colombiano Óscar Collazos publicó en la revista Marcha, que dirigía el crítico uruguayo Ángel Rama, un artículo titulado “La encrucijada del lenguaje” (1969), en el que se cuestionaba la idea del boom defendida por Mundo Nuevo y practicada narrativamente por Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar. Aunque Lezama era mencionado de pasada, la crítica de Collazos traslucía el malestar con el post-estructuralismo y la teoría lingüística que se propagaba entre los medios marxistas o pro-cubanos del campo intelectual latinoamericano.21 Dos años después, en el segundo número de la revista Libre, Ángel Rama publicaba el artículo “A quien leyere, extranjero” (1971), en el que proponía una idea del boom bastante distinta a la defendida por Mundo Nuevo, Rodríguez Monegal, Fuentes o Sarduy. Allí Rama colocaba a Lezama fuera del boom, que veía centrado en seis figuras —Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Salvador Garmendia, Mario Vargas Llosa, José Donoso y David Viñas—, y remitía al cubano a una zona previa o lateral, definida por la “extremación o la desmesura”, “universalista, iconoclasta o vanguardista”, donde se encontraba con Octavio Paz y Julio Cortázar. Sin embargo, el pasaje de Rama sobre la “caótica selva de la biblioteca” de Lezama, así como su silenciamiento deliberado de Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, dos cubanos exiliados, eran guiños a la burocracia habanera.22

La reacción más nítida contra la inscripción de Lezama en el boom, producida por la crítica y el mercado iberoamericano del libro, provino directamente de La Habana. Durante la campaña de estigmatización de Lezama, que siguió a la publicación de Paradiso, en 1966, y, sobre todo, al respaldo del escritor cubano al joven poeta Heberto Padilla, desautorizado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba como ganador de un premio por su cuaderno Fuera del juego (1967), comenzó a leerse en publicaciones de la isla el rechazo que provocaba ese reconocimiento internacional, que también favorecía a los exiliados Cabrera Infante y Sarduy. El director de la revista Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar, lo dejaría claro en su ensayo Calibán (1971), cuando demandaba a los “usufructuarios del boom”, entre quienes mencionaba a Emir Rodríguez Monegal, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy, escamotear el “magisterio de Carpentier”.23

La objeción de Fernández Retamar carecía de fundamento, ya que Carpentier era un autor admirado por los escritores del boom, especialmente, por Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, quien le dedicó todo un acápite en su libro La nueva novela hispanoamericana (1969). También Rodríguez Monegal y Sarduy mencionaban a Carpentier como figura clave del boom, en sus ensayos en Mundo Nuevo, aunque el segundo rechazaba, justamente en el ensayo sobre Lezama y en una conversación con Rodríguez Monegal, que Carpentier fuera “barroco”. A juicio de Sarduy, el autor de El siglo de las luces era “neogótico”, ya que el “único barroco (con toda la carga de significación que lleva esta palabra, es decir, tradición de cultura, tradición hispánica, manuelina, borrominesca, berniniana, gongorina), barroco de verdad en Cuba, era Lezama”.24 El propio Lezama daría la razón a Sarduy, poco antes de morir, en una carta a Carlos Meneses de agosto de 1975:

Lo de barroco va resultando un término apestoso, apoyado por la costumbre. Con el calificativo de barroco se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales. García Márquez no es barroco, tampoco lo son Cortázar o Fuentes, Carpentier parece más bien un neoclásico, Borges mucho menos.25

Lo que en realidad molestaba a Fernández Retamar y a la burocracia cultural de la isla era que Carpentier, el escritor consagrado por el Estado cubano como la máxima figura de las letras insulares, no fuera tan apreciado dentro del boom como Lezama. Ese malestar llevaba a cuestionar, en Calibán, la propia idea de una “nueva novela hispanoamericana” después de Carpentier:

Tras el magisterio de hombres como Carpentier, que en vano han tratado de negar algunos usufructuarios del boom, la empresa acometida por la nueva novela hispanoamericana..., puede parecer “superada” o ya realizada por la narrativa de los países capitalistas..., e implica una reinterpretación de nuestra historia.26

De más está decir que Fernández Retamar incluía a Lezama, a quien no mencionaba en un ensayo dedicado, en buena medida, a rebatir la idea del boom, dentro de esa narrativa “superada”.

La pertenencia de Paradiso a la nueva novela latinoamericana siguió una ruta crítica que va de Fuentes a Donoso, quien la llamó “fogonazo deslumbrador” en su Historia personal del boom (1972), y de Mundo Nuevo a Libre, donde Freddy Téllez le dedicó un ensayo inteligente y se anunció la edición en francés de la novela de Lezama en Seuil, junto a El obsceno pájaro de la noche de Donoso, Cien años de soledad de García Márquez y Cobra de Sarduy. Pero esa instalación de Lezama en el boom no habría sido posible sin la movilización de tantos escritores y críticos, traductores y editores, que contribuyeron a colocar a Paradiso en el mercado global del libro. La correspondencia de Lezama con Cortázar, que revisó la edición cubana para la versión mexicana de la novela, en Era, y con Emmanuel Carballo y Carlos Monsiváis, que la facilitaron, con Severo Sarduy y Didier Coste, el traductor al francés, con Gregory Rabasa, el traductor al inglés, con Julio Ramón Ribeyro que prologó la edición peruana, con Arrigo Storchi y Valerio Riva que la tradujeron al italiano e, incluso, con Carlos Barral, que intentó desafiar la censura franquista publicando Paradiso en Seix Barral, es reveladora de aquella red intelectual que se volcó a la nacionalización de la novela en la patria portátil del boom.

Desde su encierro, en la isla, Lezama logró intervenir en algunos de los grandes debates del boom, como la discusión sobre el barroco y el neobarroco, el americanismo de la nueva narrativa o la redefinición de las fronteras entre géneros literarios. Debates, habría que decir, no sólo estéticos sino también políticos, como evidenció su ensayo sobre la muerte de Salvador Allende en 1974. Como García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes o Edwards, Lezama también tuvo algo que decir sobre el golpe militar de Augusto Pinochet contra el gobierno de Unidad Popular en Chile. Y lo que dijo sobre la “delicadeza” con que Allende “llegó a la polis” o sobre “el extremo cuidado” que el socialista chileno tuvo “en el riesgo del poder, de no irritar, de no desconcertar, de no zarandear“, sugería la clásica contraposición entre la vía cubana y la vía chilena o entre el socialismo estalinista y el socialismo democrático, que sostuvieron por esos años algunos de los escritores del boom.27

Nunca será inútil recordar que aquella peregrinación de Paradiso por la órbita de la nueva novela latinoamericana no gustó al aparato político de la isla. El Estado cubano y sus instituciones culturales hicieron lo imposible por obstruir la consagración internacional de Lezama y, en represalia a su éxito foráneo, lo convirtieron en autor no publicable en la isla entre 1971 y 1976. En cartas a su hermana Eloísa, en sus últimos cinco años, se documenta esa pesadilla: cada vez que alguno de sus muchos amigos invitaba a Lezama a una universidad, a la Unesco, a un congreso cultural o a cualquier institución en Europa, América Latina o Estados Unidos, el viaje se frustraba por la denegación del permiso de salida por las autoridades insulares. Lezama, a diferencia de cualquier otro escritor del boom o de sus compatriotas exiliados, Cabrera Infante y Sarduy, debió producir su obra bajo un Estado que lo retenía en la isla e interfería su participación en el mercado iberoamericano del libro.

A pesar de todo, el epistolario de Lezama entre 1971 y 1976 es un archivo de la resistencia al ostracismo. A través de sus cartas a Efraín Huerta y José Emilio Pacheco viajaba imaginariamente a México, paseaba de noche por las ruinas de Monte Albán, conversaba sobre Virginia Woolf, aquella “lady fantasmal”, que todos amaban y que “no se enamoraba de nadie” o discutía sobre la dificultad de traducir a Pound o a Baudelaire. La última correspondencia de Lezama con escritores estigmatizados en La Habana por sus críticas al socialismo insular, como Octavio Paz o Severo Sarduy, es un testimonio de rebelión contra el silencio y la fractura que la Guerra Fría impuso al campo intelectual latinoamericano.

NOTAS

1 “Tres cartas a Mario Vargas Llosa”, Letras Libres, Octubre, 2007. 2 Iván González Cruz, ed., Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2007, p. 815. 3 Ibid., p. 816. 4 Ibid., p. 817. 5 Ibid., p. 818. 6 Ibid., p. 821. 7 Ibid., p. 820. 8 Patrick Iber, Neither Peace Nor Freedom. The Cultural Cold War in Latin America, Harvard, Harvard University Press, 2015, pp. 198-209 y 216-218. 9 Iván González Cruz, op. cit., p. 824. 10 Rafael Rojas, “México en Lezama”, La Jornada Semanal, núm. 787, 4 de abril de 2010. 11 Julio Cortázar, “Para llegar a Lezama Lima”, en Pedro Simón, ed., Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, La Habana, Casa de las Américas, 1995, pp. 146-147 y 151-152. 12 Ibid., p. 149. 13 Ibid., p. 166. 14 Julio Ramón Ribeyro, “Notas sobre Paradiso”, Pedro Simón, op. cit., pp. 175-181; Julio Ortega, “Aproximaciones a Paradiso”, Pedro Simón, op. cit., pp. 191-218. 15 Mario Vargas Llosa, “Paradiso: una summa poética, una tentativa imposible”, Pedro Simón, op. cit., pp. 169-174. 16 Severo Sarduy, Obra completa, T. II, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 1161. 17 Ibid., pp. 1162 y 1165. 18 Ibid., pp. 1173-1180. 19 Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana, Joaquín Mortiz, México, 1969, pp. 30-35. 20Emir Rodríguez Monegal, “La nueva novela latinoamericana”, AIH. Actas, Centro Virtual Cervantes (cvc.cervantes.es/ literatura/ aih/ pdf/ 03/ aih_03_1008.pdf), pp. 55 y 57-59. 21 Óscar Collazos, Literatura en la Revolución y Revolución en la literatura, Siglo XXI, México, 1970, pp. 32-33. 22 Ángel Rama, “A quien leyere, extranjero”, Libre, número 2, Diciembre-Enero-Febrero, 1971-1972, p. 44. 23 Roberto Fernández Retamar, Para el perfil definitivo del hombre, Letras Cubanas, La Habana, 1981, pp. 159-160. 24 Severo Sarduy, op. cit., p. 1168. 25 José Lezama Lima, Cartas a Eloísa y otra correspondencia, Editorial Verbum, Madrid, 1998, p. 419. 26 Roberto Fernández Retamar, op. cit., p. 159. 27 José Lezama Lima, “Salvador Allende”, en Iván González Cruz, Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima, Generalitat Valenciana, Valencia, 2000, p. 458.