Primera revolución musical de México en el siglo XX sonó a ritmo de mambo

Primera revolución musical de México en el siglo XX sonó a ritmo de mambo
Por:
  • raquel_vargas

A mediados del siglo pasado este país entró en su primera revolución musical guiado por el mambo de Dámaso Pérez Prado. El sonido de los timbales, el piano y las maracas marcaron a una generación de jóvenes que vivieron el recién inaugurado concepto de adolescencia a través de un ritmo que era acusado de inmoral por las buenas consciencias y el cual, con el paso de los años, se convirtió en una parte de la identidad de la Ciudad de México.

“En alguna ocasión Pérez Prado le comentó a Jaime Almeida que el grito de ¡dilo! que hacía antes de presentar un solo era para decirle a la juventud que se liberara y esto ocurrió antes de que llegara el rock and roll, podría decirse que fue la primera revolución musical que vivió México en el siglo XX”, comentó en entrevista con La Razón, Pável Granados, coordinador del catálogo de la música popular mexicana de la

Fonoteca Nacional.

El cubano, cuyo centenario se celebró el ayer 11 de diciembre, fue un parteaguas en la cultura mexicana, pues explotó el trabajo que ya se estaba haciendo: “La música de este país estaba en una búsqueda de posibilidades.

Muchas cosas ya estaban puestas, las orquestas que se acoplaban a los sonidos de las grandes bandas, Luis Arcaraz, Juan García Esquivel y Rafael de Paz, eran músicos que experimentaban con el bolero y con el estilo de los ensambles de Estados Unidos incluso habían hecho acercamientos con el jazz, pero Pérez Prado vino a potenciar estos trabajos”, agregó.

A su llegada a México, en 1948, empieza como un músico convencional, pero poco a poco impone su estilo ante la industria musical: conjuga la velocidad de su música, el ritmo energético y el vestuario extravagante, lo colocan como una figura relevante en una Ciudad de México que estaba a punto de convertirse en una urbe cosmopolita, en la que empezaron a confluir varias culturas, una de ellas la de los pachucos llegados de la frontera que toman a ese estilo musical como un estandarte, por supuesto Tin Tan y las rumberas bailaron con él.

“Esa música sin voz que es el mambo le da voz a una parte de la gente, empezó en las clases populares, pero fue escalando, cambió totalmente a la sociedad, si hubo un México antes y uno después del mambo”, el extremo pudor se empezó a relajar, la alegría comenzó a fluir en las calles y llegó hasta los sets de cine como el de La dolce vita, de Federico Fellini.

Esas calles eran las del país, pero sobre todo las de la capital: “creo que el mambo es la música de la Ciudad de México, nuestra música popular, junto con la canción ranchera, es este género el que se quedó en los barrios. Él armó su orquesta con músicos mexicanos, sus canciones hablan de icuiricui, de los ruleteros, de La Merced, del Politécnico, de la Universidad...”.

Para el especialista “el Centro Histórico sería otro sin el mambo, que lo modeló. En los salones de baile surgió el dancing, ese perfomance popular que se expresa en esos lugares naturalmente viene del mambo y del danzón, éste ultimo es un baile estético, pero el ritmo de Pérez Prado es el que viene con las pretensiones de liberación. Este género ha quedado como algo central en la identidad de la CDMX, es nuestro baile típico, así como en Jalisco tienen el Jarabe Tapatío, nosotros tenemos el mambo”, concluyó.

Mambo

Por Gabriel García Márquez

Cuando el serio y bien vestido compositor cubano, Dámaso Pérez Prado, descubrió la manera de ensartar todos los ruidos urbanos en un hilo de saxofón, se dio un golpe de estado contra la soberanía de todos los ritmos conocidos. El maestro Pérez Prado salió del anonimato de un día para el otro, mientras el espectacular Daniel Santos le sacaba rebanadas de música a los personajes típicos de La Habana, y Miguelito Valdés se moría de decadencia tratando de cotizar su propia orquesta y Orlando Guerra (Cascarita) ladraba en los clubes nocturnos de Cuba sus extraordinarios sones montunos y agitaba el alucinante pañuelo rojo que le ha dado tanto prestigio como su voz.

De cinco años para acá, los traga-níqueles son los grandes molinos de la moda musical. Daniel Santos, después de tres o cuatro problemas con la inspección de policía, se hizo presente en la maquinaria donde se fabrica la popularidad de los cantantes, y estuvo durante dos años gritando por cinco centavos en cualquier suburbio de América. Igual cosa sucedió con Orlando Guerra. Pero daba la impresión de que a la locura que ya sobraba en los dos anteriores, estuviera faltando todavía un poco de locura para llegar a la locura total. Entonces Dámaso Pérez Prado recogió doce músicos, hizo una orquesta, y empezó a desalojar a culatazos de saxofones a todos los que le habían antecedido en el bullicioso mundo de los traga-níqueles.

Los académicos se están echando cenizas en la cabeza y desgarrándose las vestiduras. Pero la vulgaridad sigue siendo el mejor termómetro. Y tengo la impresión de que habrá más de dos académicos bajo tierra, antes de que el muchachito de la esquina se disponga a aceptar que “El mambo número cinco” es llanamente un batí burrillo de acordes bárbaros, arbitrariamente hilvanados. El muchachito de la esquina es precisamente quien me ha dicho esta mañana: «No hay nada como el mambo». Y lo ha dicho con una convicción, con una sinceridad, que no cabe la menor duda de que el maestro Pérez Prado ha descubierto la tecla definitiva en el corazón de todos los muchachitos que silban en todas las esquinas

del mundo.

Posiblemente el mambo sea un disparate. Pero todo el que sacrifica cinco centavos en la ranura de un traga-níquel es, de hecho, lo suficientemente disparatado, como para esperar que se le diga algo que se parezca a su deseo. Y posiblemente, también, el mambo sea un disparate bailable. Y entonces tenía que suceder lo que realmente está sucediendo: que la América está que se desgañita de sana admiración, mientras el maestro Pérez Prado mezcla rebanadas de trompetas, picadillos de saxofones, salsa de tambores y trocitos de piano bien condimentado, para distribuir por el continente esa milagrosa ensalada de

alucinantes disparates.

Al muchachito de la esquina le he dicho: “Claro, sí el maestro Pérez Prado es un genio”. Y se ha puesto más alegre que si le hubiera obsequiado con una moneda. Después de eso, nadie podría sentir el más vago remordimiento de conciencia, aunque todavía quede en el vecindario alguien capaz de contenerlo a una de que, a su turno, ha dicho su personal y desde luego muy discutible disparate. Eso es tan natural, tan humano, que hasta puede ser el mejor motivo para un mambo.

El centenario Cara’e foca

Por Carlos Olivares Baró

¿Fue el pianista y director de orquesta Dámaso Pérez Prado (Matanzas, Cuba, 11 de diciembre de 1916 – Ciudad de México, 14 de septiembre de 1989) el inventor del mambo? Vaya polémica que se ha suscitado a través de los años. Puntualicemos. El auge de la charanga de Arcaño y Sus Maravillas, una de las danzoneras más populares de Cuba en los años 30/40, introduce el ‘danzón de nuevo ritmo’ a partir de la pieza “Mambo”(1938), del contrabajista, pianista, chelista y compositor Orestes Macho López. Montuno tomado de la síncopa de los treseros guantanameros: quebrantamiento de la regularidad del ritmo, por medio de la acentuación de una nota que interpretaban los violines, mientras el bajo mantenía la melodía

y el ritmo.

Declara López: “La primera parte del danzón era la del clarinete, la segunda la del violín, y, por último, la del mambo. Introduje el ritmo con el propósito de enriquecer los grupos musicales, porque antiguamente tocaban la parte final muy cortica, y no daban oportunidad a que ningún instrumento se luciera, ni a que los bailadores disfrutaran. Con la existencia del mambo ya comenzó un estado de ánimo diferente entre los bailadores: esperaban esa parte contentos de que fuera largo y hacían galas de coreografía muy animadas”.

Qué papel juega el pianista, compositor y arreglista de la Orquesta Casino de la Playa, radicado en México a finales de los 40: toma los elementos innovadores de Macho López y lo lleva al formato de la big bang bajo el modelo de la orquesta del estadounidense Stan Kenton. Bebo Valdés, hace lo mismo con la creación del Batanga, y Rene Hernández con los arreglos para Machito y Tito Rodríguez. “Mambo No. 5”, “¡Qué rico el mambo!”, “Rabo y oreja”, “Anabacoa” y “Rico y sabroso” (con Beny Moré) son sus primeros éxitos en tierra azteca. La disquera RCA Victor se encarga de difundirlo por todo el mundo. La sensual Jane Russell baila “Cerezo Rosas” en Underwater y la sueca Anita Ekberk nos erotiza a todos contoneándose con “Patricia” en La dolce vita de Fellini.

Las conformaciones del jazz latino fundan sus concordias en el ánimo del autor de “Mambo in Sax”. La timba habanera actual centra su prosodia en el legado de Pérez Prado. Sin embargo, el Pérez Prado compositor de ambiciosa piezas instrumentales ha sido poco difundido: Voodo Suite, Mosaico Cubano, Exotic Suite of Americas y Concierto para Bongo develan a un compositor de gran imaginario melódico-armónico-rítmico y dominio de las estructuras filarmónicas. “Viva Prado”, desenfrenada beat/swing que Stan Kenton le ofrece. Finales de los 50: decadencia. Ritmos como el pau-pau, el suby, la chunga, el mambo-twist y el dengue intentos del pianista matancero por duplicar inútilmente el éxito del mambo: el Cara ‘e foca ya no gruñe. Su glorioso ¡Uugh diiloo! ya no asombra a nadie. Aparecía en los 70 en la televisión mexicana, cansado y ceñido en un frac como una pieza de museo. Murió en 1989, en Santa María la Ribera: un piano desafinado adornaba el centro de la sala de su casa.

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