ROJA

ROJA
Por:
  • raul_sales

El “lobo” despertó a las 4:15 a.m. aún faltaban quince minutos para que sonara su alarma pero, ya no tenía caso, ni intentándolo podría dormirse y si había algo que odiara más que levantarse temprano, era el trabajo por el que tenía que hacerlo. La mañana era fría, casi todas las mañanas, incluso en verano, a esa hora eran frías, húmedas o ambas y eso era lo único que le hacía más llevadera la tortura matutina, estar en la calle vacía, en silencio, en uno que en pocos minutos sería horadado por cientos de vehículos y mancillado por personas que los conducirían llenos de ira y desespero, no obstante, por los próximos minutos, disfrutaría su cigarro inhalando la mezcla de aire frío y el caliente producto de la combustión del tabaco. En silencio... en paz... aunque fuera unos minutos.

Conseguir trabajo en una ciudad que está en recesión es complicado pero, hacerlo cuando tienes estereotipos colgados en cada cabello lo es todavía más. Le cerraron puertas por la barba que porque se veía sucio, no tenía caso explicarles que por mucho que se rasurara en la mañana, en la tarde la sombra estaría ahí y la irritación por rasurarse dos veces por día ya le había pasado factura antes; le dijeron que lo llamarían cuando la mirada se posaba en su muñeca izquierda donde asomaban los tatuajes que eran el recuerdo imborrable del fallido amor adolescente y del también, imborrable arrepentimiento por habérselo hecho; por el indomable pelo que era imposible de peinar y por eso mismo, siempre lo llevaba al rape, el sempiterno olor a humo de cigarro que por muchos intentos que hiciera, le era imposible abandonar el vicio condenado socialmente y claro, la marca eterna de haber estado preso por echarse la culpa en un vano gesto de caballerosidad jamás retribuido. Sí, conseguir trabajo no era fácil y quizá por eso debería estar agradecido que lo pusieran de chofer - repartidor - cobrador de una empresa distribuidora de panecillos y golosinas pero, odiaba su trabajo, odiaba pasar horas en un vehículo en interminables filas inmóviles, odiaba tener que esperar a que le pagaran el producto con monedas de peso que contaban de una en una frente a él, odiaba tener que seguir una monótona ruta, una espantosa rutina, día tras día, siempre igual, estancado en la inmovilidad de la movilidad planeada y cronometrada y, sobretodo, odiaba el saber que su desarrollo personal era imposible de llevarse a cabo.

La suave voz lo hizo titubear, era una voz que no escuchaba desde hacía años, una que le provocó temblores confusos pues no sabía si de amor, de deseo o simple y llana ira. Se levantó de golpe y ahí estaba, con una blusa blanca entallada que enseñaba más de lo que cubría, una minifalda de mezclilla y una cinta roja alrededor de su cola de caballo que hacía juego perfecto con los tacones del mismo color.

Juliana se sobresaltó al ver al repartidor levantarse de golpe y recorrerla con una mirada que no era ninguna de las acostumbradas, en los ojos del sujeto bullían emociones y si algo sabía leer era las miradas que le echaban, las de indiferencia fingida y las de abierto deseo pero esta era extraña, pasaba de la admiración al desprecio y se mezclaba con lujuria y asco, además, algo en esos ojos le era conocido y entonces, la luz se hizo.

-Hola Pedro, años sin verte ¿cómo estás?.- lo dijo mientras su cuerpo se acercaba de manera automática para hacer contacto con él pues, si su cuerpo era suficiente para crear suspiros, su toque los hacía soñar.

Cuando lo tocó sintió como sus músculos se tensaban, la vena del cuello empezó a latir aceleradamente y en ese instante de eternidad, no supo si dar un paso al frente para atacar o uno atrás para huir, no supo si abrazar o golpear, no supo que emoción recorría su ser.

-¿No me vas a saludar?-

-¿Tendría por qué?- Su voz era un gruñido gutural que salía entre una mandíbula trabada.

-¿No me digas que estás enojado conmigo? ¡Tú desapareciste!-

-Fui a la cárcel por ti.-

Dio media vuelta de forma estudiada para que su cabello diera un giro que captara cada brizna de aire y destello de luz. Su gesto era de dolida angustia, las lágrimas casi brotaban por sus grandes ojos negros.

El lobo recordó los paseos por el bosque al salir de la escuela para acompañarla a casa de su abuela, como de la mano buscaban el follaje más denso para comerse a besos en la sombra, recordaba su piel suave, sus labios ansiosos, recordó su profundo amor y como se ufanaba de que la mujer más hermosa estuviera a su lado, disfrutaba las miradas de envidia de los otros hombres y las de anhelo competitivo de las mujeres para robarle el trofeo a la mejor de ellas. En ese entonces, su vida era perfecto, su futuro brillante y la tenía a ella, coqueta sí, pero suya al fin. Sus escapadas para escalar por la ventana de su abuela e introducirse en su habitación, su sonrisa traviesa cuando se angustiaba por el ruido y le pedía que se escondiera. Todo fue maravilloso hasta que llegó el empresario maderero que no se conformó con talar su bosque sino que arrancó las raíces de su amor, que la encandiló con su dinero, con su “madurez”, con sus regalos continuos. Él le bajó la luna, el sol y las estrellas, le hizo promesas pero, las promesas son palabras al viento que no pesan más que las costosas joyas entre sus dedos. Entonces recordó como le mintió, como le dijo que su abuela era la que no quería que estuviera a su lado y él, gallardamente fue a pedir su mano, un machete estaba tirado en el escalón y pensando que el jardinero era un idiota, lo recogió para que la anciana no tropezara al salir. Tocó y tocó y cuando estaba lo iba a hacer una vez más la policía llegó, Juliana salió de la casa llorando, la abuela muerta, mis huellas en el machete y Juliana pidiéndome que la ayudara... entonces entendió todo, la falta de visitas, la ausencia, la culpa.

No pudo más, la alejó de un empujón.

-¡Tú la mataste! ¡Me usaste! Ella no quería que te fueras con el tipejo ese. Ella te detenía y yo fui el imbécil al que incriminaste.-

Lo vio, lo midió, se llevó la mano al pecho y en un solo movimiento, desgarró la blusa mientras gritaba aterrada hacia la calle.

Era natural que tratara de detenerla, fue un error tratar de hacerlo, ni siquiera pudo explicar antes de que una turba furiosa defendiera a la damisela en peligro...

Su palabra no tenía valor, un ex presidiario, un asesino confeso, decenas de testigos del intento de violación y el maldito leñador hablándole a su amigo alcalde para que el delincuente que había atacado a su esposa, pagara con todo el peso de la ley.

A Juliana le sienta el rojo, pasa varios minutos frente al espejo viendo como el color resalta sobre su tez blanca, desde pequeña la han vestido de rojo, con un lazo, un moño, un cinto, vestidos, casi lo considera su sello personal, la niña de rojo, rojita, la roja y ahora, ya una mujer hecha y derecha, el rojo no solo le sienta bien sino que la hace brillar, lo sabe por la mirada de las mujeres destilando envidia y la de los hombres siguiéndola hasta un imposible punto de torsión de cuello. A diferencia de la enorme mayoría de las mujeres que Juliana llama de insípidas para abajo, a ella no le molesta la admiración, ni siquiera la devoradora y lasciva mirada que le endilga el género masculino, para ella, esas miradas son medallas que prender en un muy sólido y elevado ego.

Se pone la gabardina roja sobre un discreto traje sastre blanco, se echa la caperuza cuidando el peinado y sonríe. Hoy verá en la corte a un antiguo amor y tiene que darle una buena imagen para que sueñe con ella mientras custodia el más oscuro de sus secretos, uno que ahora, aunque lo cuente... nunca creerán.