Rubén Bonifaz Nuño: proporción de amor desnuda

Rubén Bonifaz Nuño: proporción de amor desnuda
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  • carlos_olivares_baro

El poeta mira el mundo en compensación de ausencias. Cada miramiento es una pregunta: duda que se acrecienta a cada instante. Los inquieres del poeta son perpetuos. Perseguir los pliegues del tiempo y atemperar las discordias de los hombres. “Sólo es verdadero lo que hacemos / para compartirlo con los otros, / para construir un sitio habitable / por hombres”. Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, Veracruz, 1923 - Ciudad de México, 2013) enalteció un sistema poético en el que el hombre es médula y ocupación.

Va la vida montada sobre la vendimia: va la vida recorriendo las grietas: va la vida con esmero en busca de la devoción. Bonifaz sabía que cada bordado del hombre es réplica para mitigar la pérdida. La poesía como un ropón para vestir aquello que el tiempo desbarata. ¿Las aves calcinan los presagios del cielo?: “Vuelan pájaros incendiados / que dibujan órbitas sin sueño”.

El potro del insomnio pespuntea la opacidad: tolvanera de sombras acrecientan la acritud: el centelleo del mundo se borra en los espejos. Bonifaz Nuño supo columpiar la festividad erótica --la alabanza del amor-- siempre advirtiendo el merodeo de la indigencia que nos tienta. “Y es amor el fuego que transmuta / y amor materia transmutada, / y es acto de amor el sacrificio, / y el prodigio sensual, y el día”. El amor funda estilos: amante y amado se refugian en la bruma y se enredan en la espesura del deseo.

La casa de la poesía está construida sólo con puertas y ventanas: no hay pasadores, todos entran y conjuran. La llaga: memoria de prodigios. El tiempo discurre. La noche humedece la mirada. Llega el desconsolado y encuentra un verso que lo apaña: “Santa de los enfermos, ámbito / de los puentes largos, alegría".

Semillas que germinan. Sílabas que son cálices. Albergue que recibe al peregrino, lo cobija con sábanas de lino y almohadones de broza somnolienta. Ebrios y ansiosos, vagabundos procelosos. Criaturas huérfanas que encuentran en los versos de Bonifaz un hervoroso aguacero, un tibio pozo de agua, un candil que alumbra la noche solitaria, una pilastra.

"Rasposo de turbios guitarrones, / de rasposos violines turbio, mi cantar de sordos instrumento”: el silencio se posa en la madeja para entonar un chubasco donde el olvido quiso caligrafiar su desdén.

“Vértice sobre el vértice”, la obra de Bonifaz se levanta sobre los vislumbres del deseo “y corona / radical de la vida” rubrica el cuerpo de la mujer deseada. La lluvia, presencia que fluye: salvación. “llueve y me afano. Tú me abrazas / en mi caída; me descifra / cuando te abrazo. Y me amonesto: Nunca es temprano para asirte”.

Va el tiempo. Camina el tiempo. Se desgarra la fronda del tiempo. Tiempo que funda. Tiempo que proclama. Tiempo sin blusa ni bufanda ni sandalia ni maquillaje: sólo concordia en su filamento de tiempo febril en sus coordenadas violentas. Tiempo: custodia que testifica el viaje. Todo canto está hecho de agua. Todo pronunciamiento humedece. El tiempo pesa, pero también aligera la ermita del cuerpo femenino. “Y oscuro me arrimo, y me deleita / tu certeza corporal del alma, / su alegre quebranto. Y en silencio, / entre acordes convulsiones mudas, / entre arpegios de espasmos tácitos, / resucitado, me vacías.

Poeta de la quietud en oleajes presurosos, la caligrafía del veracruzano desemboca en exilios de aplazadas venturas. Plazas edificadas en los albores: preludio de zonas fluviales que provocan lloviznas inexactas. Poeta siempre perdido siempre en las presunciones: en recuerdo de mujer: ausencia que dibuja espinas, que traza crónicas tristes, que columpia el dolor y desnuda la vendimia.

Todo acto de amor, prórroga del verbo: el poeta ondea el origen del manuscrito, itinerario de signos en perennidad embriagada: sintagma que sustituye aquello que se augura en la intimidad del amado. Silencio que es ímpetu: cifra que retumba en el acorde venturoso de las ansias. “Allí en silencio, / mientras mi amor en vela te contempla”. Alegoría: entonación de gradaciones infinitas.

Poesía Completa (FCE, 2012), de Rubén Bonifaz Nuño, es un catálogo de figuraciones punteadas en los trepes de la gracia: concordia, amores, espejos y espadas: “lirio de silencio, embellecido”. Tres grandes momentos de la lírica castellana: De otro modo lo mismo (1945 -1971), Versos (1978 - 1994) y Calacas (2003), complementados con La poesía como destino. Prólogo a la obra de Rubén Bonifaz Nuño, del crítico y poeta granadino Luis García Montero.

La muerte del ángel (1945): inicio de un diálogo con los presentimientos de “la tristeza sin fin de los vacíos”: murmullos de llovizna presurosa. Entrada a la poesía mexicana de un cantor de alegorías en perfectas inflexiones: “El suspiro de un ángel palidece / entra el cielo del poema. / Es el suspiro como una diadema / que ciñe el horizonte y lo enriquece.”

Los demonios y los días (1956): “vivimos confusos; pero en torno / un mar apacible y en orden cerca nuestras islas desordenadas”. Vivir es una “pasión inútil” que bien vale la pena enfrentar. Está la mirada de Dios: pupila silenciosa. Está el hervor del placer. Está la vida: “saliva tuya, / un durazno muerto sobre la mesa”. Fragancia de mujer, “aroma de cosa viviente” que punza y estimula fluir por el azoro de los días. La tristeza, a fin de cuentas, flama y avideces, y también desborde: “más que el sueño, y más que las palabras”.

La jornada del poeta en pesadumbre satisfecha. Va la vida a la par de las encrucijadas que los hormigueros silabean. Va la vida delirando la vida. Va la vida en aridez profana. Va la vida abortando vidas: va en ronda de ruinas, profanando inauguraciones, en asedio la espesa baba del flemático caracol. Va la vida insinuando el final, prorrumpiendo sobre el despojo que la muchedumbre deja. “Hay días tan áridos, que yo mismo / quisiera callarme, ponerme, / sin pensar en nadie, a dormir. Quisiera / quedarme dormido mucho tiempo. / O buscar alguna compañía / necia, emborracharme hasta que nada / me importe, alquilar por media hora / una desdichada que me abrace...” Vivir el día en incertidumbre gozosa. Morir en los pleonasmos que el día inscribe, en sus demontres y vacilaciones.

El Manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961): merodeos por vigilias: pleamar de sombras interminables, destierro espiritual en voz de arresto, inventario de conmiseraciones para paliar desengaños. “Cuando todo está perdido, cuando / nuestro corazón --pobre animal desnudo-- / deja su prisión de piel y huesos / y se queda fuera, saltando solo / (...) / cuando alguien que amamos nos ha dado, / como una limosna manchada, / por única vez, por última / Vez, lo que quisimos, ella sola, / y en cambio nos ha quitado todo, // entonces un viento enorme y duro nos hiere, / y el recinto hueco del pecho / se nos va llenando, desde el fondo, / de un dolor espeso, de un atole / amargo y salobre...”(fragmento de 3, Los demonios y los días). Tres interludios cruciales de la poesía mexicana de los años 50 y 60 del siglo XX. Los demonios y los días: mesura expresiva en clásica y natural prosodia.

El ala del tigre (1969) y La flama en el espejo (1971): deseo en cifras de “islas del alba sepultadas”, mercurio que deshoja el albor, equilibrio de alianzas con la plenitud: cruzamientos de alegorías que sólo el poeta vislumbra. “Creadora de sí misma, nace / sonriéndose, apacible y leve / frente al espejo cotidiano / de sus transparente, eterno rostro.” As de oro (1981), Albur de amor (1987), Del templo de su cuerpo (1992) y Calaca (2003): el tiempo, la vejez, repaso, ajuste de cuentas, resacas... Manrique, Quevedo, Sor Juana (Primero Sueño), Gorostiza (Muerte sin fin) y Villaurrutia (Nostalgia de la muerte) merodean estos folios de sosegado discurso metafísico. “De vigilia multiplicadoras / nacen los sueños. De dormidos / crece la pasión de estar en vela”: la poesía, proporción de amor desnuda.