Uno para llevar

Uno para llevar
Por:
  • raul_sales

El lugar donde suelo comprar la primera dosis de cafeína me queda de camino al trabajo, suele ser mi primera parada so pena de llegar con el ratón de mi cerebro en estado de huelga y no ser útil hasta que sucediera algo extraordinario que lo despertara, algo así como la caída de un meteorito o "Nessie" nadando en la fuente de la glorieta enfrente del edificio. Es una rutina establecida y mi cuerpo está muy cómodo en seguirla, nada está bien hasta que bebo mi primera taza de café. Hacerlo en la casa no tiene ni el mismo sabor, ni el mismo efecto, Debo caminar dos cuadras, fumándome el primer cigarro y llegar a ese pequeño local que estoy seguro que sobrevive gracias a los, que como yo, no podemos dejar de pasar a ese lugar donde nos atiende el anciano y sonriente dueño de rasgos turcos que nos brinda esa mezcla de granos que, según él, es una receta que lleva eones en su familia. Siempre es diferente, a veces el tipo de grano, a veces el tiempo de tostado, una vez incluso me dijo que tenía que dejar los granos recién tostados reposar bajo la luna llena. La receta siempre cambia pero el sabor es siempre el mismo y es único y yo, junto con otra media docena de clientes, somos fieles. De hecho, en ese lugar, conocí a Mikozawa un descendiente de migrantes japoneses que por una casualidad compró un café ahí y ahora, todos los días, le pedía a su chofer que lo llevara, atravesando toda la ciudad a comprar su espresso de triple carga. El chofer aparcaba en doble fila el lujoso auto blindado y Mikozawa, dueño de la más importante importadora de tecnología, bajaba, enfundado en un traje gris claro a comprar su café y lo tomaba en la minúscula mesa de la esquina que estaba reservada para él, de 7:30 a 8:00 am. Lo sé pues es la misma mesa en la que suelo sentarme, nada más que yo lo hago de 8:00 a 8:15. Así son todas las mesas, cada clientes tiene su lugar, su hora y si por alguna razón llegaba un cliente nuevo, el Sr. Kahve veía donde acomodarlo y en caso de que estuviera el horario ocupado, lo sentaba en la pulida barra de madera a platicar con él mientras se liberaba el horario aunque, la mesa, físicamente, estuviera vacía.

[caption id="attachment_683677" align="aligncenter" width="696"] Ilustración: Norberto Carrasco[/caption]

En un universo donde no tienes ni idea de que sigue en tu día en el que bien puede caerte una cagada de ave o el pájaro completo sobre la cabeza, la rutina que establecemos algunos es un seguro de nuestra cordura, es nuestra forma de instaurar orden en el caos, en lo único que podemos y en el café de Kahve, la rutina es llevada a nivel de arte y todos los que ahí vamos lo atesoramos.El día que conocí a Mikozawa él llegaba tarde debido a esos cientos de pequeños factores que escapan de nuestro control y yo, gracias a la cercanía de mi hogar, estaba puntual como cada día, apoltronado en la mesa de la esquina sorbiendo mi americano mientras hojeaba el periódico. Mikozawa se bajó con su sempiterno traje gris y pidió su espresso triple carga, de reojo veía a la mesa pero sabía que su horario ya había pasado, lo había visto antes, cuando llegaba, el partía, ahora era lo opuesto. Aunque la mesa era la misma, la silla que siempre ocupaba era la de la derecha, la que daba hacia la puerta, Mikozawa, por su parte, siempre se sentaba en la de la izquierda, la pegada a la pared así que, casi sin pensarlo sacudí la mano llamando su atención y lo invité a sentarse en mi mesa, en su mesa, en su silla pues si hay algo que no se puede hacer en el café del Sr. Kahve es pedir uno para llevar, personas entraban solicitándolo y se les servía en tazas de porcelana en la que cada una, al igual que los comensales, era diferente. Cuando reclamaban que lo habían pedido para llevar, el Sr. Kahve les recogía la taza y les hacía pagar la orden. Después de irse Kahve pasable media hora refunfuñando acerca de que para tomar café debías dedicarte tiempo, que era un camino, no una parada aleatoria.

Ese día de cambio de rutina, Mikozawa en un inicio, permaneció en silencio, nuestra rutina de café es algo personal es disfrutar con nosotros mismos, es darnos la mano con nuestra soledad en un pacto diario de no agresión. Mikozawa, me miraba entre sorbo y sorbo, decidiendo si debía romper el silencio por cortesía o dejar el mismo por respeto. Al final, se decidió por entablar una charla y a diferencia de otros rompehielos, aquí, versó sobre café, sobre porque prefería el americano antes que el espresso, nos  quejamos de los que endulzan el brebaje y nos burlamos abiertamente de los que le echan café al azúcar.  Terminó su espresso y se levantó brindándome una reverencia por permitirle interferir en mi espacio vital. Sonreí y le dije "hasta el siguiente lunes de café" dije sabiendo que ninguno de los dos visitábamos el local los fines de semana... No hubo otro. El lunes llegué puntal a mi cita rutinaria con mi americano, el lujoso auto del Sr. Mikozawa estaba, a diferencia de otras veces, estacionado correctamente, estaba también la dama del sombrero, una anciana que llegaba apenas abrían el local a las 7:00 e invariablemente se tomaba un cortado en la mesa del arriate, vestía siempre de colores lisos y con un sombrero a juego, las veces que alcanzaba a verla, siempre le vi un sombrero diferente. Era raro tenerla ahí y más, verla en un estado de enfado. Cuando llegué supe la razón del enojo y del carro estacionado de Mikozawa, el chofer,  el que siempre lo esperaba dentro del auto, ahora lo sostenía del brazo mientras el tranquilo japonés enrojecía de ira. La puerta de madera con cristal en la que antes se leía la palabra "café" ahora tenía un logotipo de una compañía trasnacional y una larga fila de jóvenes con mochilas al hombro o damas de pantalones ajustados pedían café... "uno para llevar". En ese momento sentí que el piso bajo mis pies desaparecía, una sensación de pérdida, no, mejor dicho, de estar perdido, sentí que el aire me faltaba, la dama del sombrero y Mikozawa lo sacaban a través de la ira, seguro el cartero de las 8:45, el arquitecto de las 9:00 y la estudiante de filosofía de las 9:15 tendrían una reacción similar o quizá, sería como la mía, una en la que te quedas a medio paso, congelado, sin saber bien a dónde ir o siquiera, si debes de moverte.

Un tintineo conocido me hizo voltear al callejón de a lado del edificio donde estaba el café, un vagabundo revisaba entre la basura pero, había escuchado el sonido que venía escuchando a la misma hora desde hacía años, el de una taza de porcelana sobre su plato. Me acerqué sabiendo lo que era, lo que había tomado por un vagabundo, era el Sr. Kahve recogiendo sus tazas de dentro del contenedor de deshechos. Yo que nunca lo había visto sin un pelo fuera de lugar, ahora lo veía despeinado, demacrado, con los ojos hinchados y las firmes manos que podían hacer un cortado desde 40 cm de distancia sin derramar una sola gota, ahora temblaban imparablemente. El destino y el tiempo son amos volubles e injustos.

Mientras lo veía con el corazón en un puño, a lado mío apareció Mikozawa, la señora del sombrero y el cartero, nunca coincidíamos y sin embargo, nos conocíamos, sabíamos los lugares donde nos sentábamos, los horarios en los que lo hacíamos, los gustos de nuestras bebidas. Quizá no conocíamos los nombres o la personalidad, el timbre de voz o la edad y no obstante, sabíamos todo pues el vínculo era el Sr. Kahve, el que nos hablaba de unos, que nos contaba de otros, que vivía nuestra rutina y escuchaba atento nuestras internas charlas, sabiendo cuando interrumpirnos con una historia de café o llevarnos una taza de cortesía.

En este universo en lo que no sabes lo que te depara el día, encontrar un remanso de paz, de tiempo contigo, de una hermandad de seres que también se sienten agobiados  por el entorno caótico y ese pequeño arrebato de rutina diaria les estabiliza, encontrar eso era un regalo que supimos aprovechar y ahora, el "mainstream" nos lo arrebataba.

Sin darnos cuenta fuimos llegando todos e hicimos una barrera humana en el callejón, los jóvenes pasaban con sus audífonos blancos escuchando música y con vasos térmicos envueltos en cartón corrugado, caminando con prisa, sorbiendo ruidosamente el café.

El Sr. Kahve seguía sacando vajilla del contenedor y de vez en vez se escuchaba "esa es mi taza", "la mía está rota". Como nosotros, las tazas representaban un papel, tenían su propia personalidad, tal vez, de tanto besarlas algo de nosotros en ellas se habían impregnado.

Algunos nos quedamos, igual que la vajilla, rotos. Otros, cabizbajos, se dejaron ir y terminaron recitando las palabras de claudicación, las que arrancaban su paz en soledad y los metían de lleno en una masa informe, que se sentía única, el sentirse especial siendo común, el dejar de pasar tiempo con uno mismo para ganar tiempo para quien sabe quién... Las  palabras de claudicación... "Uno para llevar".