El vuelo de la escoba

Fetiches ordinarios

Francisco de Goya, Capricho 68 (1797-1799).
Francisco de Goya, Capricho 68 (1797-1799). Fuente: museodelprado.es

Hay algo hipnótico y obsesionante en el acto de barrer. El cuerpo ejecuta una danza extraña, de algún modo consigo mismo pero también con un palo largo —con “un árbol vuelto de cabeza” según Jonathan Swift—, y cada mañana, al menos durante unos minutos, la ciudad se mueve al ritmo de las escobas, en una coreografía espontánea y dispersa, somnolienta pero afanosa, empeñada en despejar el polvo y la hojarasca, la basura y las células muertas.

El artista Allan Kaprow observó que “limpiar consiste solamente en desplazar la suciedad de una parte hacia otra”. Esta circunstancia, percibida por los niños cuando se niegan a bañarse porque se volverán a ensuciar, hace que las tareas domésticas se nublen bajo una borrasca de absurdo y circularidad y, a falta de un afuera definitivo en donde arrojar la basura, proyecten la sombra atormentada de Sísifo.

EN LOS AÑOS SESENTA, el acto de barrer se exploró como una forma de arte. A la espera de que comience el espectáculo, una cuadrilla de barrenderos sube al escenario. Desplazan la suciedad de un lado a otro, con movimientos firmes pero suaves de las muñecas, con pasitos laterales y entrecortados que remiten a los esquemas de baile, como siguiendo huellas señaladas en el piso. Barren y barren, formando montoncitos y cuidando de no estorbarse entre sí. Al igual que barrer, contemplar a los demás barriendo resulta hipnótico. Finalmente salen del escenario y el público descubre que ése ha sido todo el espectáculo. Telón.

Por su familiaridad y fuerza simbólica, la escoba es una invitada frecuente en los happenings y las exposiciones. Las artistas argentinas María Eugenia Azar y Graciela Siles convocaron en 2019 a intervenir escobas de paja para conmemorar el Día Internacional de la Mujer; un simple palo reseco, al que se la anudan varitas en un extremo (scōpae significa “briznas” en latín), puede representar la servidumbre como código cultural, la sospecha de vuelos licenciosos o la oportunidad de crear lazos comunitarios barriendo la banqueta. La escoba como arma, como nave embozada, como contraseña... Ya Jonathan Swift, en su sarcástica “Meditación sobre un palo de escoba”, había encontrado en ese viejo utensilio un espejo moral invertido.

En los cuentos infantiles la escoba representa humildad, pero sobre todo ata a las mujeres a las tareas del hogar. Tanto Cenicienta como Blancanieves aguardan el vuelco de su destino barriendo; una vez convertidas en princesas, no volverán a empuñarla. Por su parte, un Mickey Mouse ansioso, en su faceta de aprendiz de brujo, debe ocuparse de la limpieza antes de acceder a las artes mágicas de su maestro; el primer objeto en el que pondrá a prueba sus poderes prestados es una escoba. Con música de Paul Dukas e inspirado en un poema de Goethe, el segmento más célebre de Fantasía reproduce un motivo tal vez arquetípico: el camino de la iniciación empieza desde abajo, con el dominio de la escoba.

Quizá por ser emblema de lo doméstico —esclavitud odiosa—, la escoba dará pie a una promesa de liberación .

QUIZÁ POR SER EMBLEMA de lo doméstico —grillete de una esclavitud inaparente y odiosa—, la escoba dará pie a una promesa de liberación que la convertirá en algo más que compañera de bailes suspirantes. Aunque en la antigüedad se decía que las brujas acudían al sabbat montadas en bestias salvajes, recorriendo vastos espacios en el silencio de la noche, en el imaginario popular se impuso la imagen de la escoba como medio de transporte. De los Caprichos de Goya al Quidditch de Harry Potter, pasando por los dibujos animados, la escoba es parte del ajuar de la hechicería, tan característica como el caldero o la pócima. El Canon Episcopi, redactado hacia el año 900 y durante mucho tiempo la mayor autoridad en materia de brujería, rechaza los vuelos nocturnos a lomo de demonios o animales, y ni siquiera menciona la ilusión de la escoba.

Las primeras referencias como instrumento de vuelo datan de mediados del siglo XV y tienen como protagonista a un varón, el teólogo y prior agustino Guillaume Edelin, condenado por traicionar a la Iglesia a fin de satisfacer sus apetitos carnales. Los años de la Inquisición coinciden con una suspicacia tremenda hacia la escoba y poco faltó para que fuera llevada a juicio. En 1484, la bula Summis desiderantes affectibus, emitida por el Papa Inocencio VIII, decreta oficialmente la existencia de la brujería. A partir de entonces, las confesiones que involucran pactos con el diablo, ungüentos mágicos y vuelos nocturnos se multiplicarán, en el contexto de interrogatorios, persecuciones y torturas. J. B. Russell, en Historia de la brujería, refiere el caso paradigmático de Walpurga Hausmannin, comadrona de oficio, que en 1587 fue arrestada y sometida a toda clase de vejaciones; antes de ser quemada viva en Dillingen, Alemania, aceptó haber mantenido relaciones con el diablo y alzarse por los aires sobre un bieldo.

Hoy se suele aceptar que aquellos vuelos relámpago, sedientos y enloquecedores, descritos con tanta viveza en libros como El martillo de las brujas (el abominable Malleus Maleficarum de Kraemer y Sprenger, “el manual del perfecto cazador de brujas”), estaban asociados a preparaciones alucinógenas que se untaban a la silla o a palos de madera, para ser absorbidas por la mucosa del cuerpo. Quizá reminiscentes de viejos ritos de fertilidad, los vuelos demoniacos, capaces de dar la vuelta al globo en segundos, seguramente no eran sino trances masturbatorios, potenciados por los efectos de la belladona, la mandrágora y la datura.

También se cree que, disimuladas entre las varas de abedul de las escobas, las curanderas escondían las plantas medicinales de sus brebajes: plantas a veces tóxicas, narcóticas o abortivas, prohibidas por las autoridades eclesiásticas. Si desde la antigüedad la escoba tenía una función ritual asociada a la purificación —las parteras barrían los umbrales para proteger a la madre y al recién nacido de los malos espíritus—, ahora se identificará como herramienta del mal, una variante casera del tridente del diablo.

¿QUIÉN NO HA SOÑADO que la escoba hace sola el trabajo y de paso lava los platos y acuesta a los niños? No importa si se ha elaborado con sorgo o con cerdas de plástico, si es redonda o en forma de cepillo, si retoma el palo tradicional de fresno o ha sido producida en serie, la escoba conserva un halo de sortilegio que la conecta con otros planos de la realidad. “No se barre una casa nueva con escoba vieja”; “Pasar la escoba por la mesa trae mala suerte”; “Si te barren los pies, no te casas”; “Una escoba detrás de la puerta evita visitas inesperadas”; “Sólo las brujas barren de noche”, hasta llegar a supersticiones más recientes, como la que señala que la corrupción, al igual que las escaleras, se barre de arriba para abajo, hasta desaparecer por arte de magia.