GLENN GOULD: EL DESAFÍO DE LA ELECTRÓNICA
El fenómeno Glenn Gould requiere de una comprensión más bien rara. Como ningún otro compositor o ejecutante de nuestro tiempo, Glenn Gould apostó precisamente por los avances en la electrónica, por los artefactos que permiten manipular la reproducción del sonido, o hacer montajes, que a primera vista uno consideraría como lo más opuesto a la inmediatez, al carisma del gran intérprete musical. Fue como una imitación consciente o instintiva de aquellos héroes legendarios que cabalgan hacia el sol que se hunde a lo lejos o que desaparecen en las cavernas de una montaña pero que llevan consigo la promesa de un retorno radiante, que Glenn Gould se aisló, rechazó los triunfos públicos, trató de encontrar el corazón mismo de la privacidad mediante el uso de las nuevas tecnologías de fidelidad y conservación.
George Steiner, Necesidad de música. Artículos, reseñas y conferencias, selección y trad. de Rafael Vargas Escalante, Grano de Sal, 2019.

MUNDO LLENO DE ESPÍRITUS
Para comprender a Blake es necesario entender primero qué designaba él por “imaginación”. Empleaba este término de un modo casi antagónico al de hoy. Tendemos a pensar que la imaginación es la capacidad para crear imágenes de cosas que se hallan ausentes de nuestros sentidos, a la manera de una especie de memoria, o bien como la facultad para inventarnos historias. Para Blake, esta capacidad era meramente “fantasía”. La auténtica imaginación construía otro reino, bastante alejado de nuestras pequeñas mentes, habitado por dioses y dáimones que interactúan en esos relatos arquetípicos que llamamos mitos. Algo equivalente al inconsciente colectivo de C. G. Jung. La verdadera poesía sobreviene al hombre de genio capaz de ver las imágenes y modelos que subyacen a cada persona, sociedad y momento histórico y determinan su existencia. La Imaginación antecede a la Naturaleza. Antecede incluso al tiempo y al espacio. Así, aunque creamos habitar un mundo objetivo, como solemos pensar, el mundo que habitamos es en realidad la creación colectiva e inconsciente de nuestra forma de imaginar el mundo. A lo largo de la historia ha habido distintas maneras de imaginar el mundo: diferentes y más verdaderas. Blake creía que el mundo del siglo XVIII se había hundido en la oscuridad. Culpaba de ello a la filosofía de Francis Bacon, que inauguró el método científico dos siglos antes, y a la ciencia de Isaac Newton, cuya imagen de un universo que funcionaba como una maquinaria de relojería, obedeciendo leyes mecánicas y regido por un Dios remoto (Blake aborrecía el deísmo de su época), consideraba errónea. Si se miraba verdaderamente, a través de la imaginación, se constataba que el mundo no era mecánico sino animado −es decir, dotado de alma− vivo, lleno de espíritus.
Bernardo Santano, prefacio y trad., Libros Proféticos I, William Blake, Atlanta, 2013.
LOS AGUJEROS DE LAUTRÉAMONT
Lector, tal vez desees que invoque el odio al comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no vas a respirar, bañado en innumerables voluptuosidades, tanto como lo desees, por tus orgullosas fosas nasales, amplias y delgadas, volviéndote panza arriba al igual que un tiburón, en el aire negro y hermoso, como si comprendieras la importancia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, sus rojas emanaciones? Te lo aseguro, alegrarán los dos informes agujeros de tu asqueroso hocico, ¡oh!, monstruo, siempre que antes te apliques en respirar tres mil veces seguidas la maldita conciencia del Eterno. Tus fosas nasales se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, de éxtasis inmóvil, y no pedirán al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso, nada mejor; pues se habrán ahitado de felicidad perfecta, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los agradables cielos.
Estableceré en pocas líneas que Maldoror fue bueno durante sus primeros años en los que vivió feliz; ya está hecho. Advirtió, luego, que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años, pero, por fin, a causa de esta concentración que no le era natural, cada día la sangre se le subía a la cabeza, hasta que, sin poder ya soportar semejante vida, se arrojó resueltamente a la carrera del mal…
Conde de Lautréamont (Isidore Ducasse), Los cantos de Maldoror, trad. Luis Manuel Pérez-Boitel, Ediciones Sed de Belleza, 2006.

EL TRAJE DE LA MUERTE
[…] Era un extraño sueño-vela y una muerte-vida. El cuerpo tenía una pesadez mayor que la del plomo, a ratos, porque en otros no lo sentía en absoluto, exceptuando la cabeza, que conservaba su sensibilidad.
Muchos días, me parece, pasé en esa situación y las píldoras negras seguían entrando por mi boca y sin ser tragadas descendían por declive, asentándose abajo para transformar todo en negrura y en tierra.
La cabeza sentía y sabía que pertenecía a un cuerpo terroso, habitado por lombrices y escarabajos y traspasado de galerías frecuentadas por hormigas. El cuerpo experimentaba cierto calor y cierto gusto en ser de barro y en ahuecarse cada vez más. Así era, y, cosa extraordinaria, los mismos brazos que al principio conservaban cierta autonomía de movimiento, cayeron también a la horizontal. Tan sólo parecía quedar la cabeza indemne y nutrida por el barro como una planta. Pero como ninguna condición tiene reposo, debió defenderse a dentelladas de los pájaros de presa que querían comerle los ojos y la carne de la cara. Por el hormigueo que siento adentro, creo que debo tener un nido de hormigas cerca del corazón. Me alegra, pero me impele a andar y no se puede ser barro y andar. Todo tiene que venir a mí; no saldré al encuentro de ningún amanecer ni atardecer, de ninguna sensación.
[…] Me daba cuenta de que mi cabeza recibía el alimento poderoso de la tierra, pero en una forma directa, idéntica a la de los vegetales. La savia subía y bajaba lenta, en vez de la sangre que maneja nerviosamente el corazón. Pero ahora, ¿qué pasa? Las cosas cambian. Mi cabeza estaba casi contenta con llegar a ser un bulbo, una papa, un tubérculo, y ahora está llena de temor. […] ¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanzas de andar, de amar.
Santiago Dabove, “La muerte y su traje” (1961) en Antología de la literatura fantástica, Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Debolsillo, 2017.

ATAÚDES “BANDONEÓN”
En [El callejón de los Tabaqueros] se labraban tabacos, donde abundaban más las torceduras de cigarros que los hombres. También se establecieron allí fabricantes de babuchas y, finalmente, fonduchos populares y carpinteros que sólo construían cajas para muertos, lo que le valió el sobrenombre de callejón de los muerteros y de la muertería.
En esa época las cajas no eran como las de ahora, sino estrechas en la parte de abajo, donde quedaban los pies del muerto, algunas ocasiones eran tan angostas que era necesario poner el cuerpo con los pies cruzados: el otro extremo era más ancho, tomando la forma del cuerpo humano: la tapa no era ochavada sino plana y no tenía el acojinamiento que hoy se usa, lo que motivaba a que cuando era conducido un muerto por el empedrado de las calles, se escuchara el “tum-tum” que producía la cabeza al golpearse en el interior de la caja. Se les llamaba a las cajas “bandoneón” por el parecido con este instrumento.
Calles de la ciudad de México (compilación), Ediciones Leyenda, 2010.

