Hesíodo narra en su Certamen la muerte del más grande poeta de la antigüedad: Homero. Un tal Ganíctor convocó a unos juegos en honor a su padre, el rey Anfidamante, y asistieron a la competencia diversos atletas y artistas; y hallándose muy cerca del lugar, Homero y Hesíodo se acercaron con el fin de mostrar su valía y hacerse de algún premio.
Durante el certamen, Hesíodo lanzó “sentencias equívocas”, y pedía que cuando él pronunciara unos versos, el otro respondiera de modo conveniente; es decir, mucho antes de las veleidades surrealistas, Hesíodo y Homero, compusieron en vivo el primer cadáver exquisito:
Hesíodo: Luego tomaron como cena carne de bueyes y cuellos de caballos.
Homero: sudorosos los dejaron libres cuando se saciaron de la guerra.
Hesíodo: Y los frigios, que son los mejores de todos los hombres en las naves
Homero: para quitarle a los piratas en la costa la comida.
(…)
Hesíodo: Y habiendo tomado la palabra, decía: comed extranjeros y bebed; ojalá ninguno de vosotros regrese a casa, a su querida patria
Homero: dañado, sino que ¡indemnes volváis de nuevo a casa!
Como repentistas veracruzanos, como copleros de rancho transfigurados en Pedro Infante y Jorge Negrete (“y su abuelo, uy qué malo”), como raperos de barrio tratando de vindicar su condición social, los más grandes aedos de la Antigüedad se dañaban sin sangre.
Decidido a vencer, Hesíodo despliega una serie de preguntas que incluían todos los conocimientos de su época: mitológicos, matemáticos, cosmológicos… Por ejemplo:
Enumérame, a mí, que te los estoy preguntando, tan solo esto, ¿cuántos aqueos fueron con los Atridas a Ilión?
Aquél, por medio de un problema de cálculo respondió así: “Cincuenta eran los hogares de fuego, y en cada uno había cincuenta trozos de carne alrededor; y tres veces trescientos aqueos había en torno a cada trozo de carne”.
Esto se convierte en una multitud increíble, pues siendo cincuenta los hogares, se convierten los asadores en dos mil quinientos y en ciento veinticinco mil los trozos de carne…
De este modo y en una sola imagen, el asedio a Troya pasa de una lucha entre Dioses y Héroes en busca de la mujer más bella de la historia occidental, a una matanza de bueyes, olor a sangre y carne quemada, y en tres veces trescientos hombres sudorosos, heridos, violentos, y probablemente alcoholizados, alrededor de un trozo de carne. Las historias de Aquiles y Patroclo, las de Héctor y Andrómaca, son esquirlas en el holocausto ecuménico, sinécdoque áurea cuajada en sangre.
Hesíodo no se arredra, y llega la hora de las grandes preguntas filosóficas. ¿Qué es lo mejor para los mortales? A lo que Homero contesta —adelantándose al Eclesiastés: “Y felicité a los muertos, los que ya murieron, más que a los vivos, los que aún viven. Pero mejor que ambos está el que nunca ha existido”, y Calderón de la Barca “el delito mayor del hombre es haber nacido”, y Cioran “no corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento”, y Caraco “cuando miro a quienes juran que la vida es una delicia, no los encuentro ni hermosos ni bien nacidos, ni razonables ni sensibles, ni finos, ni sabios, ni profundos, sino muy parecidos a lo que enaltecen”, y Schopenhauer “el valor objetivo de la vida es muy incierto y siempre cabe dudar de si es preferible a la inexistencia”, y tantos otros que no acabaría de enumerarlos . “Primero, no nacer es lo mejor para los que habitan sobre la tierra; pero si no obstante se nació, traspasar cuanto antes las puertas del Hades”.
Una y otra vez, el poeta ciego responde acuciosamente a la pregunta: ¿Cuál es el fin natural de la sabiduría humana? “Conocer bien las circunstancias y amoldarse a la situación.” Los principales de Calcis exigen que se le otorgue la corona. Sin embargo, el rey Panedes, les pide, por último, que reciten el mejor de sus poemas. Hesíodo hace el elogio de la siega y la labranza. Y Homero, como era de esperarse, canta al heroísmo y la guerra.
Al terminar las loas, Panedes otorga la corona a Hesíodo porque, asegura, “es justo que venciera el que incitaba al cultivo de la tierra y a la paz, y no el que describía guerras y asesinatos”. Homero, derrotado, emprende su último viaje hasta llegar a Ios, la patria de su madre, como quien regresa al útero a morir.
Pero detengámonos un momento en el destino de Hesíodo. Triunfador, viajó a Delfos para “consultar el oráculo y ofrecer al dios las primicias de la victoria”. En trance, la Sibila lo elogia y luego le advierte: “guárdate del hermoso bosque de Zeus Nemeo. Allí está determinada por el destino tu muerte”.
Hesíodo decidido a no poner jamás un pie en el Peloponeso porque allí había una región llamada Nemea, y haciendo todo lo posible por alejarse, se refugió en Énoe, sin saber que ese lugar era llamado el santuario de Zeus Nemeo. Luego de pasar un tiempo entre los eneos, unos jóvenes sospecharon que su hermana había cometido adulterio con Hesíodo, lo mataron y lo arrojaron al mar.
LA MUERTE DE HOMERO no fue menos noble. Cierto día, mientras estaba sentado a la orilla del mar, vio a uno jovencitos que regresaban de pescar, y les preguntó si habían tenido suerte. A lo que ellos respondieron: “Cuanto cogimos lo dejamos y cuanto no cogimos lo llevamos encima”. Homero, el hombre que había podido responder las preguntas más difíciles durante el certamen frente a Hesíodo, no comprendía lo que habían querido decir los muchachos. Finalmente, les preguntó a qué se referían. Ellos dijeron que “en la pesca nada habían logrado, pero que se habían despiojado, y los piojos que cogieron los dejaron en el mar, y los que no cogieron los traían entre sus mantos”.
Entonces, Homero recordó que muchos años antes, le había preguntado al oráculo de Delfos sobre las condiciones de su muerte. La sibila le había advertido: “ten cuidado con el enigma de los jovencitos”. Entendió que aquello era el fin, un puñado de piojos lo estaba guiando hacia el Hades, y mientras regresaba a su casa, resbaló y cayó al suelo. Murió tres días después.
Imaginamos que la muerte de un gran hombre o de una gran mujer se ajusta a su dignidad, a sus logros y a veces incluso a su fama. Uno espera escuchar las últimas (y más tarde célebres) palabras de quien está en su lecho de agonía. Sin embargo, la muerte no es seria en sus cosas. Es chocarrera: desdeña arte y honores, y nos recuerda fríamente que estamos hechos de barro. Quien haya barruntado las muertes de estos poetas sugirió, tal vez, que la muerte siempre es un extraño malentendido.