Andrés Neuman/ La Venganza de la Escritura

Andrés Neuman/ La Venganza de la Escritura
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Por Julia Santibáñez

Una vez, hace años, me dijo que de chico jugaba futbol y que le hubiera gustado ser profesional, que entonces pensaba que patear un balón era el oficio de las personas decentes. Luego se lastimó ambas rodillas y tuvo que olvidarse de la cancha. No sé. No me lo imagino agarrándose a trompadas por un gol dudoso. Ni inflando el pecho de camiseta dry-fit. Más bien me parece que lo suyo es dominar las palabras como muñecos en manos de un niño acostumbrado a inventarse compañías.

Nacido en Buenos Aires y hecho escritor en España, Andrés ha trabajado novela (entre ellas El viajero del siglo, Premio Alfaguara 2009), cuento, relato corto, ensayo, poesía, haikú, aforismo, traducción poética, columna, libro de viajes, blog (su espléndido Microrréplicas). Es decir que le falta explorar el cantar de gesta y la égloga. No mucho más. A días de cumplir cuarenta años, este acuariano con beneplácito es uno de los escritores hispanoamericanos más robustos. Pocos pueden presumir los casi treinta libros con su firma, publicados por editoriales de la estatura de Alfaguara, Anagrama, Hiperión, Acantilado, Páginas de Espuma y Almadía. Muy pocos han visto su obra en veintitantos idiomas. Todavía menos suman a lo anterior haber convocado entusiasmos en autores como Luis Antonio de Villena, Roberto Bolaño, Richard Gwyn, Joca Reiners.

Me reencuentro con él a propósito de la presentación en México de su novela La vida en las ventanas, publicada en España en 2002 y ahora reeditada por Alfaguara. El libro permite

asomarse al punto de quiebre que fue el cambio de siglo, cuando frente a una pantalla electrónica empezamos a quitarnos capas de ropa: el protagonista es un nerd que intenta lidiar consigo mismo a través de palabras exprimidas a la computadora. Mientras llega a la entrevista, Neuman come una manzana, arrastra una maleta y un jetlag, afín a su reciente llegada a México. En diez minutos de conversación se sobrepone al agotamiento, retoma la cadencia suave que acostumbra. Por obra y gracia de una agilidad mental difícil de calcular va de un tema al otro sin perder vigor. Sin afectar la precisión. Transita de la política estadunidense a la literatura del siglo XIX, de Ricardo Piglia a las nuevas tecnologías, de teoría sobre la ficción a series de Netflix. Según articula sus comentarios como si llevara años amansando cada tema me pregunto qué lo mueve a explorar tan variados acentos. Me parece que, más que el rigor del futbolista aclamado por multitudes, en sus líneas se transparenta la avidez de quien pasaba tardes jugando a solas. Aquí, fragmento de lo que dijo.

El sexo y el cubismo

Alguien ha dicho que la literatura se parece al onanismo. No coincido. Creo que tiene tanto de autoexploración como de acercamiento a los demás. Es más, en realidad toca tres ámbitos: resulta una mezcla feliz de fornicio, masturbación y voyerismo. Como un acto de sexo cubista. El arte ofrece un grado de soledad placentera, un contacto carnal con los otros y al mismo tiempo una posibilidad de verlos sin la necesidad de quitar el pie que tenemos afuera.

Ricardo Piglia

Él ha sido una de las mayores suertes que ha tenido la literatura en lengua española. Como teórico, era un narrador ejemplar. Como narrador, fue un teórico inigualable. Esa sinergia me parece un modelo admirable y fértil. Parecía imposible repensar la literatura exactamente desde donde la dejó Borges, y construir con eso una voz propia, una perspectiva original. Esa proeza, entre otras muchas, la logró Piglia. Y era, para colmo, un hombre de una educación y elegancia humana exquisitas. Me parece que esa referencia íntima vale tanto como la obra. Al fin y al cabo, él mismo nos enseñó que la vida se escribe. En su caso, hasta el último instante de la conciencia.

La narrativa de los viajes

Aunque la mitad de mi vida es de lo más sedentaria, parecida a la de un monje, de pronto hay temporadas en las que viajo mucho. Entonces me refugio en mis pensamientos para protegerme de la incertidumbre que me cerca al viajar y, al mismo tiempo, activo el reflejo de la curiosidad. Es una combinación rara de anestesia más despertador. Además noto una cierta estructura narrativa en lo que pasa. Por ejemplo, hace poco estaba esperando un despegue en el aeropuerto de Fort Lauderdale, Florida. Había tenido vuelos con escalas apretadas, sin embargo, todo había salido bien. Sentí una pequeña ráfaga de bienestar y en eso vi por el cristal que un avión se estrellaba, a metros de mí: el ala chocó contra la pista de aterrizaje. No hubo heridos pero sí un incendio, así que cerraron el aeropuerto varias horas.

Empecé a platicar con una señora cuyo hermano es un escritor judío que vive en Nueva York. Nos divertimos muchísimo, todo gracias a una pequeña cadena de acontecimientos. Eso debe ser cada viaje, intentar que el accidente tenga sentido. A lo mejor eso también es vivir, ¿no?

Trump

En el segundo semestre de 2016 estuve en unas diez ciudades de Estados Unidos para promover la traducción al inglés de mi libro Cómo viajar sin ver, recientemente aparecido allá. Justo me tocó ver el pre, el durante y el después del triunfo de Trump. El libro que yo presentaba, muy latinoamericano y vinculado a la inmigración, hizo que conociera a todo tipo de intelectuales que están en las antípodas del proyecto del que en ese momento era candidato a la presidencia. Ahí me di cuenta de que la mayor parte de la progresía norteamericana ni conoce su país ni veía venir la victoria republicana. Es más, todos estaban convencidos de que

Trump no podía ganar. Me parece

que “el malestar en el sufragio”, como lo llamé en un artículo, tiene consecuencias que van desde la legitimación electoral del fascismo hasta la desactivación del voto de izquierda.

Ciudadanos del

siglo XIX en el XXI

Creemos que la historia funciona como los teléfonos, con un mecanismo permanente de reset, que cada nuevo modelo anula los anteriores, pero internet es antes que nada un recipiente de memoria mutante. No le hubiera resultado inconcebible a Borges: una mezcla de Biblioteca de Babel y libro de arena. Cuando apareció el correo electrónico creímos que sólo servía para mandar cartas de negocios. Luego vimos que a través de él se pueden desarrollar intensas historias de amor que, por supuesto, no se escriben de golpe sino minuciosamente, tardando días y eligiendo cada palabra. Es decir, nos comportamos igual que perfectos ciudadanos epistolares: aunque eludimos poner la estampilla, conservamos tanto el procedimiento de peinar línea por línea, como la expectativa de recibir una respuesta. Estamos más cerca de la lógica epistolar del siglo XIX que cuando se popularizó el teléfono, a mediados del siglo XX. En esos años, el mundo creyó que la comunicación por voz significaba el fin de la palabra escrita y henos aquí, más de medio siglo después, escribiéndolo todo.

Tener amigos invisibles

La convención dice que los niños pueden hablar con los muñecos. Sin embargo, por una idea estúpida sobre la vida adulta, una de las grandes alienaciones de nuestra vida es el decreto de que para ser productivo uno debe dejar esas tonterías. Apenas entras a la universidad o votas por primera vez, los amigos invisibles merecen medicación o terapia, así que poco a poco nos van quitando esos elementos de ritualización poética. Se nos arrincona en una visión literal y empobrecedora de nuestra necesidad, hasta que sólo nos queda la ficción como acto interpretativo de lo real.

Salinger en el mundo 2.0

La vida en las ventanas aborda la época cuando el e-mail era una suerte de protored social. Trata sobre esa primera generación de adictos virtuales que buscaban una escapatoria en la pantalla, aunque en el mismo acto eran regresados a su soledad. Quise explorar la paradoja actual de gente cuya educación es audiovisual y que, sin embargo, se comunica con más palabras que nunca. Al revisar la novela traté de mejorar algunos detalles de escritura, sin embargo, vi que la historia adquirió contornos más definidos. El tiempo hizo que se entendiera mejor, en particular en cuanto a cómo el mundo digital reactivó en nosotros la escritura. A pesar de todo, claro, hay mucha distancia estilística con lo que actualmente me interesa escribir. Digamos que traté de hacerle una edición a mi yo de hace una década y pico. Por otro lado, la prosa de la novela tenía una espontaneidad que debía respetar, teniendo en cuenta que no se sabe si el personaje principal miente o no. Intenté hacer una especie de voz tipo J. D. Salinger, un postadolescente indignado, lleno de misantropía y, a la vez, con gran necesidad de amor y un cinismo falso. Me pregunté: si el protagonista de El guardián entre el centeno hubiera tenido correo electrónico, ¿qué tipo de mensajes hubiera mandado?

Pesimismo histórico

Hace quince años, cuando escribí

esta novela, se intuía algo que ahora está

claro: el quiebre de la promesa de un futuro mejor. En aquel momento crecía en España una generación que aprendió que su país era cada vez mejor: se modernizó, se democratizó, creció económicamente. Es decir, esos ciudadanos perfectamente burgueses creían estar construyendo el futuro y no sospechaban ser engranajes de un mecanismo de explotación. El protagonista de mi libro pertenece a ese grupo de edad que vivió las cosas distinto a como se las contaron, se dio cuenta de que luego de estudiar había desempleo y que la posmodernidad no significaba sólo flexibilizar nuestra concepción del mundo, sino también volvernos vulnerables con respecto a los llamados derechos incuestionables. Ahí se adueñó de nosotros una suerte de pesimismo histórico.

La segunda revolución digital

En años recientes hemos retrocedido a una época cuasidecimonónica en lo laboral. De pronto la defensa del trabajador vuelve a ser tan importante como en la primera revolución industrial y ahora estamos en la segunda, es decir, la revolución digital. El empleado lleva su oficina en el teléfono y así se ha vuelto esclavo de las posibilidades tecnológicas. Los aparatos han conseguido el sueño perfecto de la patronal: que el trabajador esté disponible 24 horas, que jamás deje de producir. Encima se nos vende bajo el envoltorio del entretenimiento: “Tienes el ocio cerca”. No. Tienes cerca a tu empleador.

La venganza de la escritura

Escribir es una respuesta a la soledad, una herramienta poderosísima para crear compañía. En realidad prefiero hablar de la lectoescritura, porque las razones por las cuales leemos y escribimos son muy parecidas. El rol humano que se ejerce en ambas es el mismo. Recuerdo ahora un verso del escritor español Carlos Marzal: dice que escribir es “estar con la gente, sin la gente”. Así lo veo. Hacer un libro es una venganza contra la soledad, contra cierta orfandad básica que todos sentimos. Cuando estoy metido en una novela me voy a la cama con una familia más sólida que si fuera de carne y hueso.

Series de TV

Sólo amando a personajes imaginarios uno puede acercarse con algún grado de verdad a los seres reales, los de la vida diaria. Por ejemplo, únicamente después de ver la serie Six Feet Under pude hacer duelo por la ausencia de mi madre, que murió hace poco. Y no sólo yo, conozco a más de una persona que puede decir lo mismo. La serie me hizo un servicio en el campo de lo cotidiano que era imposible conseguir de otra forma.

La crueldad de los libros

Estoy escribiendo los dos géneros que más me gusta que convivan: novela y poesía. Me había prometido no volver a hacer un libro tan extenso como El viajero del siglo, pero hace seis años estoy con una novela larga. Aunque por un tiempo no me hacía a la idea, el monstruo ha crecido y he terminado aceptándolo como la criatura gorda que es. Cada año digo “este año la termino” y todavía sigo con ella, disfrutándola mucho y sufriéndola mucho,

a partes iguales. No sé cuándo voy a acabar. Además estoy con un libro de poemas que, a pesar de la lentitud propia de la poesía, seguro terminaré antes que la novela. Lo que más le gusta a los textos es llevarle la contra a sus autores. Es su gran virtud. Su gran crueldad.